“La cosa es paradójica, pero inexorable. La
juventud no averigua, no sabe la peculiaridad de su destino vital hasta que no
deja de ser joven —allá entre los veintiséis y los treinta años—, lo mismo en
el hombre que en la mujer. ¡Extraña pero innegable condición! Propiamente, la
juventud, que es tan parlanchina, es, en lo esencial, muda: no tiene voz. Lo
que parla no es suyo, sino el tópico de la generación anterior. Ésta es quien
pone su voz en la laringe del joven: se trata, pues, de una faena de
ventriloquia” (Ortega y Gasset[1]).
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“No es aún tristeza, ni es amargura, ni es
melancolía lo que suscitan los treinta años: es más bien un imperativo de
verdad y una como repugnancia hacia lo fantasmagórico. Por esto, es la edad en
que dejamos de ser lo que nos han enseñado, lo que hemos recibido en la
familia, en la escuela, en el lugar común de nuestra sociedad (…) Empezamos a
querer ser nosotros mismos, a veces con plena conciencia de nuestros radicales
defectos. Queremos ser, ante todo, la verdad de lo que somos, y muy
especialmente nos resolvemos a poner bien en claro qué es lo que sentimos del
mundo. Rompiendo entonces sin conmiseración la costra de opiniones y
pensamientos recibidos, interpelamos a cierto fondo insobornable que hay en
nosotros. Insobornable, no sólo para el dinero o el halago, sino hasta para la
ética, la ciencia y la razón” (Ortega y Gasset[2]).
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“Quien ya está en la segunda mitad de la
vida (…) no necesita educar su voluntad consciente, sino comprender el sentido
de su vida individual (…) Su utilidad social ya no es una meta, aunque no niega
que es deseable. Esta persona siente su actividad creativa, cuya inutilidad
social le resulta completamente clara, como un trabajo y como una buena obra en
sí misma” (Carl G. Jung[3]).
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