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¿Quién soy yo? ¿En qué consisto? Soy el que, arrojado al caos de lo
disperso y cambiante, persigue el rastro de la unidad y de lo que permanece.
Así consigo generar ideales, conceptos y metáforas, agrupando percepciones,
imágenes o experiencias particulares bajo la égida de una regularidad: agrupo
la multiplicidad de los días en verano o invierno, la diversidad de los
animales en especies diferenciadas, la pluralidad de plantas en sus respectivas
clases, la disparidad de mis recuerdos en un relato integrador…
Gracias a ese afán unificador nacen, para empezar, los ideales, cuyo
fundamento común constituye la ética. De esta forma, las unidades que hemos
formado prolongan los casos particulares en dirección hacia un virtual punto de
confluencia que trasciende lo que ha alcanzado a ser cada uno de ellos: en eso
consiste el ideal. Un pequeño o cotidiano acto benéfico nos lleva a extrapolar la idea de
bondad. Un atisbo de hermosura nos lleva a inferir el ideal de belleza.
Nace también de esa nuestra propensión hacia la unidad la ciencia: el
científico consigue encontrar los vínculos entre dos clases de fenómenos hasta
entonces ajenos e incomunicados entre sí: Newton ve caer la manzana y encuentra
por vez primera que eso obedece a la misma ley, la gravedad, que mantiene en
movimiento a los astros.
Y rastreando la unidad nace asimismo la poesía. Dice el poeta (según un
ejemplo que aporta Ortega): “El ciprés es como el espectro de una llama
muerta”. “Ciprés”, “llama”, “espectro” y “muerte”, ajenos el uno al otro hasta
entonces, son unificados en la metáfora que ha conseguido imaginar el poeta.
En nuestro propio afán unificador, hemos encontrado que el moralista,
el científico y el poeta pertenecen, pues, a un mismo linaje. Pero hemos de
prever que bajando un primer escalón desde ese piramidal vértice unitario han
de aparecer las notas que permitan diferenciar también a uno de otro.
Y así, observamos que el moralista genera ideales abstrayéndose de la
realidad y yéndolos a buscar en ese plano etéreo en el que un platónico
cancerbero no deja entrar a ninguna cosa concreta, pues todas ellas quedan
reducidas a ser mero recuerdo, apariencia o atisbo del modelo que allí se
guarda. “Es condición de todo ideal ―dice Ortega― no ser posible realizarlo. Su
papel consiste más bien en erguirse más allá de la realidad, influyendo
simbólicamente sobre ésta, a la manera que la estrella influye simbólicamente
sobre la nave. Norte y Sur no son puertos donde quepa arribar: son gestos
remotos y ultrarreales que definen rutas y crean direcciones”[1].
El científico, por su parte, envía su inteligencia a explorar por los
recovecos de, esta vez sí, la realidad. Y, tras estratégicamente convertir las
cosas en conceptos, en símbolos, observa cómo por debajo de dos fenómenos que
discurrían a su arbitrio particular aparece una ley que los unifica. Una ley
que no se desenvuelve, como ocurre en el caso del moralista, en el etéreo mundo de lo
inmaterial, sino en este otro, más a mano, de lo constatable, de lo
experimentable, de lo repetible, el ámbito aquel que Newton descubre que
comparten manzanas y astros.
Mientras tanto, ¿de dónde extrae el poeta su potencia unificadora para
crear un ámbito en el que puedan conjuntarse el ciprés, la llama, el espectro y
la muerte? No es en el punto de confluencia de los mejores destinos de cada una de
estas cosas, que es en donde lo buscaría el moralista, ni es en la realidad que
atiende el científico donde se conjuntan tales elementos. Es en el íntimo área
sentimental del poeta donde se encuentra lo que los unifica. Es allí donde
ciprés, llama, espectro y muerte encuentran la argamasa de una emoción
compartida que se encargará de unificarlos. Esa argamasa es la metáfora. “La
metáfora, pues, consiste en la transposición de una cosa desde su lugar real a
su lugar sentimental” (Ortega y Gasset[2]):
La moral, por tanto, unifica elevando las cosas hacia un modelo
ultrarreal. La ciencia lo hace observando modos equivalentes de comportarse las
cosas. Y el poeta emite radiaciones sentimentales que crean un manto unitario
que envuelve cosas incompatibles.
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