“Las ideas tienen dos caras y dos
valores o eficiencias distintas. Por una de sus caras la idea pretende ser
espejo de la realidad; cuando esta pretensión se confirma decimos que es
verdadera. La verdad es el valor o eficiencia objetivos de la idea. Mas por su
otra cara la idea se prende al sujeto, al hombre que la piensa: cuando coincide
con su temple íntimo, con su carácter y deseos aunque no sea verdadera, aunque
carezca de valor objetivo, posee una eficiencia subjetiva, dando satisfacción
intelectual al espíritu. Yo opondría a la verdad, o valor objetivo de la idea,
su vitalidad o valor subjetivo. Para la mayor parte de las gentes esa
delicadísima y como superflua función de las ideas que consiste en su verdad,
es rigorosamente desconocida. Las ideas ejercen, dentro de su economía vital,
tan sólo una misión orgánica, no menos maravillosa que la otra. Son órganos de
vida que el organismo —individuo, pueblo, época— sabe plasmarse para afrontar
la existencia. No encajan tal vez en la realidad, pero encajan en la
subjetividad, y producen en ella efectos automáticos (…) Se trata de un efecto
análogo al que en las edades primitivas se atribuía a los vocablos mágicos.
Nadie comprendía el mecanismo con que el conjuro operaba sus cósmicas
intervenciones; pero al escucharlo, las almas se aquietaban, tenían en él fe
viva” (Ortega y Gasset[1]).
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