Nacimos incompletos y con la consiguiente inquietud y desazón que ello nos produce, y que ya no nos abandonará. Nos pasamos la vida buscando eso que sentimos que nos falta y que no acabamos de reconocer definitivamente en nada de lo que vamos encontrando o consiguiendo. Pero no podemos renunciar a buscarlo, porque no en otra cosa consiste la vida. “La vida es un instinto frenético hacia lo óptimo" (1), dice Ortega. Es decir, que la vida es un ejercicio de optimismo (y no otra cosa). Por eso tenemos metas, objetivos que esperamos que sean reparadores, aunque esas metas son como el horizonte, y cuando llegamos hasta ellas, se ha alargado el trayecto que aún queda por recorrer. Pensar, como pretende el pesimista, que no hay camino que recorrer, que no hay nada por delante que esperar equivale a renunciar a la vida. Pero sólo el deprimido se acerca auténticamente a ese desistimiento. Quien no ha alcanzado a hundirse en los bajos fondos de la depresión es porque sigue teniendo algún propósito que le hace levantarse cada mañana. Schopenhauer y Cioran se murieron de viejos: se deduce que algo tenían que hacer y no eran, por tanto, tan pesimistas como decían. Sólo alcanza a ser un pesimista auténtico el deprimido. Y el infierno realmente existente es la depresión.
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(1) Ortega y Gasset: “La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº IV, Madrid, Alianza, 1983, p. 522