“El hombre (…) hace tal cosa y es así porque antes hizo tal otra y fue
de tal otro modo (…) El hombre no se adscribe a ninguna de esas formas: las
atraviesa —las vive— como la flecha de Zenón, a pesar de Zenón, vuela sobre
quietudes (…) El hombre «va siendo» y «des-siendo» —viviendo. Va acumulando ser
—el pasado—: se va haciendo un ser en la serie dialéctica de sus experiencias
(…) Lo que efectivamente le ha pasado y ha hecho constituye una inexorable
trayectoria de experiencias que lleva a su espalda, como el vagabundo el
hatillo de su haber. Ese peregrino del ser, ese sustancial emigrante, es el
hombre. Por eso carece de sentido poner límites a lo que el hombre es capaz de
ser. En esa ilimitación principal de sus posibilidades, propia de quien no
tiene una naturaleza, solo hay una línea fija, preestablecida y dada, que pueda
orientarnos; solo hay un límite: el pasado. Las experiencias de vida hechas
estrechan el futuro del hombre (…) Se vive en vista del pasado (…) En suma, que
el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene… historia. O, lo que es igual: lo
que la naturaleza es a las cosas, es la historia —como res gestae— al hombre
(…) El hombre (no) tiene otra «naturaleza» que lo que ha hecho” (Ortega y
Gasset (1)).
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