Hacerse mayor es aprender a convivir con las decepciones: el
mundo nunca está a la altura de nuestras expectativas y de nuestras ilusiones,
la realidad siempre las corrige a la baja. Nuestra parte adulta va tomando nota
y va aminorando nuestro impulso de salida al mundo con un plan de ahorro
energético: busca adecuar el esfuerzo y la dedicación que antes de las
decepciones empleábamos a los límites que vamos comprobando que impone el
principio de realidad. El adulto tipo es, pues, un ser con los entusiasmos
rebajados; la sensatez, es decir, el entendimiento de lo que es posible y lo que
no, y el obrar en consecuencia, se impone como criterio al que acomodar las
nuevas pretensiones post-decepción.
El niño vive en el mundo de antes de las decepciones. Su
energía irrumpe amparada en la creencia de que todo es posible y que los Reyes Magos,
entre otros, existen y vendrán dispuestos a realizar sus deseos. Y si la
realidad no se doblega a sus pretensiones, pues va y se inventa otra realidad
mágica en la que todo siga siendo posible. Y es en la medida en que ese niño
siga latiendo en nuestro interior que, una vez llegados a la edad adulta, las
decepciones no lograrán doblegarnos, y después de cada victoria del principio
de realidad y fracaso nuestro, seguiremos intentándolo a la siguiente ocasión.
Seguimos siendo niños, pues en la medida en que los resultados no se impongan a
los principios.
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“La madurez y la
cultura son creación, no del adulto y del sabio, sino que nacieron del niño y
del salvaje. Hagamos niños perfectos, abstrayendo en la medida posible de que
van a ser hombres; eduquemos la infancia como tal, rigiéndola, no por un ideal
de hombre ejemplar, sino por un standard de puerilidad. El hombre mejor no es
nunca el que fue menos niño, sino al revés: el que al frisar los treinta años
encuentra acumulado en su corazón más espléndido tesoro de infancia” (Ortega y
Gasset[1]).
Cultivar el niño de pequeño y el niño interior de adulto como lo descrito, es una belleza!
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