Que Ortega pueda
ser considerado vitalista se podría deducir de afirmaciones suyas como esta: “Cada
uno de nosotros es ante todo una fuerza vital: mayor o menor, rebosante o
deficiente, sana o enferma. El resto de nuestro carácter dependerá de lo que
sea nuestra vitalidad”[1].
Esa “vitalidad” de la que él habla, parecería que viene a ser equivalente a la “voluntad
de la naturale za”, de Schopenhauer, la “voluntad de poder” de Nietzsche o el “élan
vital” (aliento vital) de Henri Bergson. Pero estos sustancializan esa fuerza, la convierten en
un sujeto sin predicado, en una “voluntad” autónoma, anterior e independiente
de cualquier contenido; idea heredera, por tanto, de aquella de Descartes que
convertía el “pensamiento” también en un sujeto sin predicado, pensamiento
anterior a cualquier contenido, independiente de cualquier forma de “lo pensado”.
Idea que Nietzsche, por ejemplo, traducía en aforismos como este: “En
última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado”[2].
O este otro de idéntico significado (y también de elevado atractivo literario): “Nosotros amamos la vida no
porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos habituados a amar”[3].
El caso es que este planteamiento idealista (sujeto sin predicado) acaba
derivando en una inflación del “yo”, según la cual, la realidad es lo que “yo”
diga que es. Y así pudo acabar concluyendo el mismo Nietzsche: “No hay hechos, solo interpretaciones”[4], algo que el posmodernismo ha tomado como
consigna, y que está llevando a catastróficas consecuencias, derivadas de la
pérdida de la idea de realidad como limitación y dificultad.
Por todo ello, la fórmula de Ortega “yo soy yo y mi
circunstancia”, que implica que mi vitalidad no es una sustancia independiente
de su contenido circunstancial, sino aplicado indefectiblemente a una circunstancia
(limitadora, dificultosa) es también superadora del vitalismo.
[1]
Ortega y Gasset: “Vitalidad, alma, espíritu”, en “El Espectador”, vol. 5, O. C.
Tº 2, p. 456.
[2]
Friedrich Nietzsche: “Más allá del bien y del mal”, Madrid, Alianza, 1980, pág.
111.
[3]
F. Nietzsche: “Así habló Zaratustra”, Madrid, Alianza, 1981, p. 70
[4]
Friedrich Nietzsche: “Fragmentos póstumos”, Vol. 4, Madrid, Tecnos, 2008, p.
222.
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