El hombre es el único ser que sabe que existe el futuro. Tuvimos que
inventarlo porque el presente nos resultaba insuficiente; un déficit de
adaptación por tanto. Cioran explicaba metafóricamente el significado de esta
deficiencia cuando decía que “La primavera, como cualquier
comienzo, es una deficiencia de eternidad”[1] .
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“La materia de que está hecho el porvenir es la inseguridad.
Esa posibilidad necesaria y, a la vez, insegura es nuestro yo. Este, pues, lo primero que hace,
antes de darse cuenta del presente en que está, es estirarse hacia el futuro,
se futuriza, y desde allí se vuelve al presente, a las circunstancias en
que ya nos hallamos, y entonces las advierte al oprimir contra ellas el
peculiar perfil de exigencias innumerables que lo constituyen. Las
circunstancias responden favorable o adversamente, es decir, facilitan o
dificultan la realización —la conversión en un presente— de ese yo
futurizante que por anticipado somos ya. Cuando nuestro yo consigue en
buena parte encajarse en la circunstancia, cuando ésta coincide con él,
sentimos un bienestar que está más allá de todos los placeres particulares, una
delicia tan íntegra, tan amplia que no tiene figura y que es lo que denominamos
felicidad. Viceversa, cuando nuestro contorno —cuerpo, alma, clima, sociedad—
rechaza la pretensión de ser que es nuestro yo y le opone por muchos
lados esquinas que impiden su encaje, sentimos una desazón no menos amplia, no
menos íntegra, como que consiste en la advertencia de que no logramos ser el
que inexorablemente somos. Este estado es lo que llamamos infelicidad” (Ortega
y Gasset[2]).
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