En la vida de los individuos, a la larga, los logros acabarán estando siempre por debajo de las aspiraciones. O dicho de otra manera: en ese contexto, todo tiende hacia el fracaso, y finalmente, hacia el mayor de todos, la muerte. Como decía Don Quijote al final de la novela, en un momento tan declinante como lúcido: “Yo, Sancho, nací para vivir muriendo”. Éste es el primer principio metodológico que un optimista bien informado debería de aplicar al análisis de las situaciones humanas. Hasta ahí no me ha sido difícil encontrar los puntos básicos de coincidencia con quien me ha hecho llegar su opinión a propósito de mi deprimente visión de la sustancia política, moral y existencial de mis compatriotas expuesta en el artículo anterior. En lo que me ha resultado más difícil encontrar puntos de acuerdo es a propósito de la posibilidad de que nuestra actual situación, tan ejemplar en el sentido de dar expresión a lo que está en ciernes de convertirse en un rotundo fracaso colectivo, sea un posible punto de partida hacia la superación de todos los dislates que en ella se contienen (en lo colectivo, al contrario que en los individuos, la historia empuja siempre, a la larga, hacia algo mejor). Para quienes creemos que las cosas (las malas y las buenas) son sólo el descanso que la vida y la historia se toman mientras preparan su renovada marcha hacia el destino que más adelante les espera (es decir, para quienes somos progresistas), los fracasos históricos actuales son sólo el ingrediente más habitual con el que se van componiendo los éxitos del futuro. Es lo que, más o menos, venía a decir María Zambrano cuando afirmaba: “Toda muerte va seguida de una lenta resurrección, que comienza tras el vacío irremediable que la muerte deja” (sólo un matiz le añado a Zambrano: cuando los individuos morimos del todo, el vacío que dejamos, en mi opinión, sólo lo rellena la historia. A los individuos nos espera el olvido, no la resurrección).
Cuando en el artículo anterior hablábamos del desinterés de los españoles por la cosa pública en unos momentos como los actuales, tan dramáticos y tan necesitados de nuestra atención y de nuestro sentido de la responsabilidad, habríamos de añadir que no parece que con ello estemos distinguiéndonos sustancialmente de los comportamientos que, en general, caracterizan a los hombres de nuestro tiempo y de nuestro ámbito cultural. Alexis de Tocqueville, precursor de la sociología y uno de los más importantes ideólogos del liberalismo, en “La democracia en América”, que publicó en 1835, advertía ya de este estado de ánimo colectivo que veía venir y que consideraba el perfecto correlato de incipientes y originales formas de totalitarismo: “Quiero imaginar –decía– bajo qué riesgos nuevos el despotismo puede producirse en el mundo: veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales, que dan vueltas sin descanso sobre sí mismos, para procurarse pequeños y vulgares placeres, de los que llenan su alma. Cada uno de ellos, mantenido aparte, es como extraño al destino de todos los demás: sus hijos y sus amigos forman para él toda la especie humana; en lo que se refiere a sus conciudadanos, está a su lado, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe más que en sí mismo y para él solo, y, si le queda todavía una familia, por lo menos se puede decir que ya no tiene patria”.
Este clarividente Tocqueville desvela aún más explícitamente de qué forma ve que ese desinterés por lo público, por el bien general, aboca hacia renovadas formas de totalitarismo: “Por encima de ellos (de aquellos hombres que “dan vueltas sin descanso sobre sí mismos”) se alza un poder inmenso y tutelar, que sólo se encarga de asegurar su bienestar y velar por su suerte. Es un poder absoluto, detallado, regular, previsor y suave. Se parecería al poder paterno si, como él, tuviese como objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero no se persigue, al contrario, más que mantenerlos irrevocablemente en la infancia; le gusta que los ciudadanos se diviertan, con tal de que no piensen más que en divertirse. Trabaja a gusto por su felicidad; pero quiere ser su único agente y su único árbitro; provee a su seguridad, prevé y asegura sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales asuntos, dirige su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias (¿no puede suprimirle por completo el trastorno de pensar y el trabajo de vivir?). De esta manera, a diario, hace menos útil y más raro el empleo del libre arbitrio; encierra la acción de la voluntad en un espacio más pequeño, y arrebata, poco a poco, a cada ciudadano, hasta el uso de sí mismo” .Hablaba, pues, Tocqueville, en lo fundamental, de un estado que procuraba una determinada clase de bienestar a cambio de reducir la libertad y la responsabilidad individuales. Sólo sería cuestión, por nuestra parte, de valorar si eso ha tenido ya lugar para apreciar la pertinencia de su análisis.
Así, pues, y si esta actitud de irresponsabilidad cívica se hallara generalizada, ¿es que la historia está yendo hacia atrás? ¿La libertad que tantas puertas viene abriendo al hombre occidental desde los comienzos del Renacimiento ha acabado resultando ser un peso excesivo del que los hombres quisieran desprenderse como de un lastre que les impidiera ser felices dedicándose a sus privados intereses? Sí y no. Ambivalencia ésta que el mismo Tocqueville formula de la siguiente manera: “Nuestros contemporáneos son incesantemente asaltados por dos pasiones enemigas: sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de seguir siendo libres” .
Ocurre, para empezar, que estamos pagando el impuesto vital que significa la posesión de un bien enorme, pero que ha aumentado proporcionalmente la carga de nuestra responsabilidad: efectivamente, se trata de la libertad, es decir, la obligación (¡ya estamos con las paradojas!) de responder a las exigencias que la vida (personal y colectiva) nos impone con nuestras propias fuerzas, sin esperar que venga ningún poder externo a decirnos o a exigirnos lo que tenemos que ser y, en última instancia, lo que hemos de hacer. Y, concretando, en lo que se refiere a nuestra vida colectiva como españoles, pues sí, andamos trasteando, intentando eludir nuestras obligaciones, dejando hacer a nuestros dirigentes sin preocuparnos demasiado de las consecuencias que éstos han preparado en decidida proyección hacia la catástrofe. Hemos creído que libertad significaba lo que a los ojos de un niño viene a significar: que cada cual haga lo que le parezca, que atienda a su estricto interés y que el resto del mundo se las apañe como quiera o pueda.
Pero es posible que nuestra niñez colectiva tenga los días contados. Intentar prolongarla todavía más significaría adentrarnos en un proceso que, haciendo uso de métodos diagnósticos previstos por la psicología clínica, podríamos decir que desembocaría en la psicosis colectiva. La historia lleva dándonos a los españoles un plazo largo y suficiente: tuvimos un siglo XIX, especialmente sus tres primeros cuartos, catastrófico, después de un siglo XVIII bastante reparador. Llevamos tan lejos nuestra pulsión disgregadora (la que surge del arrepentimiento de la libertad y de la madurez que supuso la Ilustración), que en el siglo XX acabamos desembocando en una guerra civil (las tres guerras carlistas, durante el XIX, sirvieron de entrenamiento). Siguieron una larga dictadura y una tortuosa Transición que a estas alturas ha dejado al descubierto todas sus deficiencias. Ahora la historia asoma ya con sus perentorias exigencias, viene pidiéndonos cuentas. Si esto fuera un casino, el crupier estaría ya diciendo: “no va más”.
¿Y quién demonios es esa historia metomentodo que pone plazos, dicta labores y amenaza con castigos? María Zambrano tenía para esto una respuesta: “La historia, toda ella, pudiera titularse: ‘Historia de una esperanza en busca de su argumento’ ”. Efectivamente, no sabemos del todo a dónde, pero vamos a algún sitio. Nuestra parte infantil (a veces insidiosamente camuflada como progresismo o incluso como filosofía digamos que antihistoricista) se rebela y viene diciendo que no, que vamos a donde nos da la real gana, que sólo somos tributarios del azar, el cual nos deja plena “libertad” para hacer esto o aquello, tirar hacia esta dirección o la contraria. En este sentido, una vez oí a un dirigente batasuno (juraría que era el mismo que hoy dirige la Diputación Foral guipuzcoana) decir que, independientemente de las razones que pudieran asistirles, los vascos debían decidir libremente qué es lo que quieren ser; es eso mismo del chiste según el cual uno de Bilbao nace y es de donde le da la gana. Tiempos éstos desquiciados en que el infantilismo ha llevado también, por ejemplo, hasta la posibilidad de decidir que en el Registro Civil uno pueda inscribirse “libremente” como hombre o como mujer, o en que el arte haya quedado en buena medida consagrado como la apoteosis de la fealdad y del mal gusto. La libertad convertida en infantil juguete multiusos…
La historia, mientras tanto, nos está imponiendo la tarea de recuperar nuestra salud nacional y seguir desde ahí caminando hacia nuevas complejidades de la vida colectiva. Ortega cifraba esa salud en el hecho de que las clases sociales, los gremios y el resto de los grupos sociales a través de los que se articula el cuerpo nacional “tengan viva conciencia de que son un trozo inseparable, un miembro del cuerpo público”. Los movimientos de secesión étnica y territorial son hoy la expresión más cabal de esa falta de salud nacional que nos aqueja. De forma más o menos declarada, estos movimientos querrían regresarnos a un tiempo anterior al siglo XVIII (¡en algún sentido, incluso a tiempos anteriores a la civilización romana!), como intentaron hacerlo aquellos carlistas que, para tratar de permanecer o volver al Antiguo Régimen, metieron a nuestros predecesores en tres guerras civiles. También decía Ortega que “la historia es la recuperación del tiempo perdido”. O sea, que nos descuenta el plazo en el que hemos andado despistados (sobre todo, ese siglo XIX y, en buena parte, también el XX, que tan entregados estuvieron al extravío), pero, llegado el momento, sus trayectos o se enderezan o se acaban yendo a hacer gárgaras. Y nuestra nación (el ámbito colectivo del que nuestra libertad responsable ha de cuidar) con ellos.
En ésas estamos.
no sé, no sé. Si esto de filosofar llega a algún sitio. Es como dar vueltas y vueltas, vover a empezas y no llegar a ninguna parte.
ResponderEliminarHISTORIA DE LOS SIGLOS PERDIDOS
ResponderEliminarHola, Javier: a pesar del título, espero no ser pesado con el repaso histórico. Yo siento que sí, que llevamos un retraso considerable en nuestra madurez histórica. No sólo se perdió el siglo XIX, sino que mucho antes, en la etapa de los Austrias, por ejemplo, importaba más la detentación del título de emperador del Sacro Imperio Germánico que los asuntos propios. Cuando estos se trataron, tuvimos una monarquía que dejó amplios poderes a ciertos reinos y/o condados. Fue con los Borbones, tras la Guerra de la Secesión, cuando se enderezó el régimen común.
Todo lo anterior viene a decirnos, según mi punto de vista, que llevamos un atraso considerable como nación formada. Tenemos los ejemplos paradójicos de Italia y Alemania que, habiéndose formado en 1870 y 1871, resulta que están mucho más conjuntadas que nosotros. Somos de las naciones más viejas de Europa y, sin embargo, a la vez, somos de los que más desgajados nos hallamos. Carecemos de cultura política elevada (pero es que, principalmente, carecemos bastante de cultura en general). Carecemos también de pensadores de altura (lo siento para el o la anterior interlocutor o interlocutora, pero me refiero a los filósofos). Si nos salimos de la etapa de la Ilustración, España no ha aportado grandes pensadores. Sí lo considero a Ortega, Pero ya en el siglo XX, de ahí que Javier recurra tanto a él, o a su discípula María Zambrano. De hecho, no sólo tenemos mala fama por el exterior debido a la famosa Leyenda Negra, sino que suelen considerar que el idioma castellano, hoy español, no es un idioma válido para filosofar como lo es, por supuesto, el alemán, o el francés. Todos sabemos de la riqueza de nuestro idioma, así que no merece la pena reincidir en ello.
Resulta que hace siglos (parte de la Edad Media) éramos un ejemplo de convivencia entre culturas (Escuela de traductores de Toledo; tesón por la extensión de la cultura por parte de Alfonso X el Sabio -aunque éste también se echó a perder por las ínfulas de ser emperador del Sacro Imperio Germano-). No digamos en tiempos del Califato de Córdoba, en donde la eclosión de saberes orientales deslumbraba a los propios cristianos que hubieron de recibir su propio legado de la antigüedad clásica greco-romana por parte de los pensadores judíos y árabes. Pero todo esto es pasado, y el pasado no vuelve (miremos a la actual Grecia, cuna de casi todo lo que somos también nosotros). Desde los tiempos comentados hasta hoy día, hemos perdido ocasiones y energías, y nos hemos involucrado en un montón de guerras, desavenencias y sangrías, dejando de ser del común, para barrer para casa. Desde que los romanos inventaron el senado, ¿cuánto se puede decir que hemos nosotros avanzado en suculencia práctica? Claro, Javier, tú eres político y me dirás que quedan claros los contenidos políticos en torno a la representación de las comunidades autónomas en él, queriendo ser cámara de representación territorial. Todos sabemos que no está sirviendo. No es que quiera comparar la clase senatorial del tiempo de los romanos con nuestros actúales senadores, pero sí la función clara de esa institución, que tampoco está sirviendo para unirnos. Respecto al Congreso, resulta que hay tal montón de grupos y grupúsculos que han de juntarse entre ellos para llegar a ese anhelado cinco por ciento para formar grupo parlamentario propio (Todo debido a la tajante ley de Ohm). Ni tan siquiera un bipartidismo de facto tan potente ha conseguido que las fuerzas se concentren en un bien común. No. Lo siento por quien quiera ver optimismo, ojalá surja desde este presente, pero la consolidación de España como lugar de intereses y anhelos convergentes yo no la diviso. ¿Seremos los propios españoles que, como tu artículo tomando a Tocquebille como ejemplo nos ha expuesto, hemos dejado bienestar y responsabilidades en nombre de un poder tutelar? Desde luego, la tutela es descorazonadora.
Casualmente ha caído en mis manos -e inmediatamente de ellas- un libro intrascendente, más que nada por el tema, Los secretos de la pesca submarina, con la siguiente dedicatoria:
ResponderEliminarA Sebastián Carpi Vilar. El gran amor que siente por su patria, España, es equivalente al profundo amor que me inspira mi propia patria, Yugoslavia. ... ... ...
El libro es de 1961. Yo ya había venido al mundo. Durante buena parte del curso de mi vida coexistieron en Europa dos patrias que inspiraron a muchos de sus ciudadanos respectivos amores equivalentes. Los nacionalistas fraccionarios de una han conseguido ya sus objetivos.
Una de sus fracciones, Kosovo, con la bendición del Orbe, es el modelo confesado y evidente de lo que nos espera más pronto que tarde, si no somos capaces de evitarlo -y no veo mucho interés-
Y no digo más.
Bueno, sí:
1º, en defensa de mi amigo Javier, diré que no es un político. No es que yo crea que la política es un ejercicio vil e indigno. Todo lo contrario, abstractamente considerada. Pero en el contexto actual decirle 'político' es homologarle a una casta parásita y prescindible con la que no tiene nada que ver: no vive de la política, de la que sólo recibe preocupaciones, sinsabores y costes de todo tipo -lo digo porque él no se defenderá, pero si me equivoco, le pido que me corrija-
2º, escribe admirablemente.
Ya lo siento, amigo patria, pero no se me ocurre contestarle de otra forma que poniéndome filosófico. Yo creo que los hechos discurren de dos maneras: una, desbordándose, saliéndose de los cauces establecidos, sesgándose del lado del azar; otra, aceptando el cauce que pretende darles un sentido, sometiéndose al orden y a lo regulado, incorporándose a la secuencia que permite añadir constructivamente un hecho a los anteriores. Y nosotros, los mortales que miramos o que participamos de los hechos, tenemos, correlativamente, otras dos opciones: sumarnos a los desmadres de aquellos hechos primeros o… filosofar para detectar los posibles anclajes de los hechos en la razón. A mí me pone más la razón que el azar. O sea, la filosofía, la metafísica, que consiste en encontrar una razón de “ser” a lo que, si te descuidas, se queda en pura contingencia.
ResponderEliminar¡Ah, y la historia no consiste en dar vueltas, sino en sumergirse en la trayectoria que va del pasado al futuro!
¡Y gracias por asomarse a este blog pese a todo!
Hola Vicente.
ResponderEliminarDecía precisamente Ortega que lo decisivo de la Inquisición española no fue que retrasara nuestro progreso intelectual y el desarrollo de la libertad, sino el hecho de que apenas tuviera en España herejes o disidentes a los que mandar a la hoguera. Henry Kamen calculó un total de 3.000 personas ajusticiadas por la Inquisición española entre 1242, en que se instauró, y 1834, en que se abolió (la última Inquisición en desaparecer en Europa); y ello, en el contexto de unos siglos en los que las matanzas eran algo bastante habitual, sobre todo al principio. Por esta vez, no lo digo en descargo de la Inquisición, una institución nefasta, sino en detrimento de unos españoles perfectamente adaptados a los esquemas ideológicos que aquélla promovía.
Te (os) recomiendo el primero de una serie de artículos que ha empezado a publicar César Vidal para profundizar en las raíces de nuestras peculiaridades hispánicas, las que nos sitúan por detrás de los países de nuestro entorno, y en el que, efectivamente, insiste en sus conocidas tesis (no originales, desde luego; también las sostiene Sánchez Albornoz, por ejemplo) de que la dinastía de los Austrias fue una desgracia para España, fundamentalmente porque, abanderando la Contrarreforma, desaprovechamos la oportunidad histórica que supuso la Reforma y su cultura del trabajo en los países que hoy son vanguardia de Occidente. La página en cuestión es http://www.libertaddigital.com/opinion/cesar-vidal/el-trabajo-61703/
Te diré, Vicente, que, a mi modo de ver (voy dejando rastro de esta opinión aquí y allá, a lo largo de este blog), la historia, eso que hemos desaprovechado tan flagrantemente en España, es el proceso que empuja a favor de la civilización. Y Ortega (¿quién, si no?) dice que: “Civilización es, antes que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los demás. La barbarie es tendencia a la disociación. Y así todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano, pululación de mínimos grupos separados y hostiles”. Vamos retrasados históricamente porque en España todavía andamos medio barbarizados, es decir, incapaces (con una incapacidad diferencial respecto de otros países de nuestro entorno) de hacer prevalecer entre nosotros la voluntad de convivencia que caracteriza a los civilizados.
Y por supuesto, el Senado es una filfa, un adefesio institucional que sólo sirve para pagar un sueldo a los traductores del catalán, vascuence, gallego, etc. al español en esas sesiones ridículas en las que lo políticamente correcto es repudiar lo que nos es común (por ejemplo, el idioma).
Carlota, es difícil en estos tiempos ganar amigos, pero consuela tener algunos, aunque sea en la distancia, como es tu caso. Desde luego, me conoces: no sirvo para político; si estoy en UPyD es por un planteamiento moral y de conciencia, no porque aspire a meterme en alguna lista (lo cual me parece, en principio, loable si quien lo hace es capaz de estar a la altura de la labor y de los planteamientos éticos que se han de exigir a un político). Y efectivamente: andar en estos jaleos, y en los previos del movimiento cívico desde el que aún se intenta llevar adelante la oposición a ese “poder emergente” que es la ETA de toda la vida, y en los cuales nos conocimos tú y yo, me ha hecho perder más amigos que ganarlos (y encima, los que gano, como tú, están lejos, y los que pierdo, o los que mantengo de forma angustiosamente distorsionada, andan por aquí). También tengo a mano ese otro apoyo sustitutivo del ángel de la guarda, Ortega, que precisamente decía que “existir es resistir, hincar los talones en tierra para oponerse a la corriente”.
ResponderEliminarY respecto de esas amargas sintonías con los balcanismos a las que aludes… parecemos el doble de Casandra en la vieja Troya, ¿verdad?
Muchas gracias por lo de la escritura. Viniendo de ti, me chutaré con ese elogio mi dosis de autoestima de un par de días (por lo menos).
A propósito del Senado, e incluso del Parlamento actual en general, sirva como ayuda para la reflexión esto que decía Ortega en 1930:
ResponderEliminar“El desprestigio de los Parlamentos no tiene nada que ver con sus notorios defectos. Procede de otra causa, ajena por completo a ellos en cuanto utensilios políticos. Procede de que el europeo no sabe en qué emplearlos, de que no estima las finalidades de la vida pública tradicional; en suma, de que no siente ilusión por los Estados nacionales en que está inscrito y prisionero. Si se mira con un poco de cuidado ese famoso desprestigio, lo que se ve es que el ciudadano, en la mayor parte de los países, no siente respeto por su Estado. Sería inútil sustituir el detalle de sus instituciones, porque lo irrespetable no son éstas, sino el Estado mismo, que se ha quedado chico”
Hola, Carlota: perdona por la osadía de dirigirme directamente a tu persona sin conocerte. No he pretendido, de ninguna de las maneras, desprestigiar a Javier al considerarlo, erróneamente, político. Mi pretensión no ha querido ser peyorativa, simplemente es que él mismo suele hacer referencia a su militancia y proximidad a una opción que me merece todos los respetos. Tiene compañeros de viaje que yo los admiro. En el aspecto filosófico, por ejemplo, a Fernando Savater, y alguna de sus texituras políticas, v. gr. el ser de España, compartibles por mi sentir.
ResponderEliminarNo se me debió escapar, y ahora te lo digo a ti también, Javier, el calificativo de político. Pido disculpas.
Espero que los debates sigan siendo constructivos y aleccionadores, pues, efectivamente, Javier escribe muy bien.
Y, lo dicho: perdón, Carlota, por dirigirme directamente a ti. Un cordial saludo.
Vicente
No tienes que disculparte en absoluto, Vicente, ni por mí ni -lo doy por descontado- por Carlota. Ser político es algo muy noble en sí mismo, y necesario, por supuestísimo. Yo no me lo considero, es cierto, pero lo asumo como una deficiencia (soy muy sincero al decirlo: no tengo habilidades para desenvolverme en el terreno de la política concreta, de la administración). Es necesario, sin embargo, que surja una generación de políticos capaces y honrados que nos saquen de la mierda en la que estamos nadando.
ResponderEliminarAñadiré, de todas formas, que, aunque desenfocado, tu comentario demuestra (yo ya lo sabía) que eres una persona sensible y apreciable, Vicente.
Gracias, Javier, por tu consideración y aprecio, y por la delicadeza al tratar mi desliz. Quedo empequeñecido por la desazón y vergüenza por mi parte por una simple mala apreciación.
ResponderEliminarHe recibido claramente tu aproximación a los desenvolvimientos en el marco de la política y a la opción que apoyas.
Recibe un cordial saludo (aunque estarás ya imbuido en el siguiente artículo).