domingo, 30 de octubre de 2011

ESPAÑA Y SU FUTURO CON FORMA DE ESTALLIDO

En España parece que estamos condenados a vivir colectivamente subidos a la grupa de la crisis política permanente. Ninguno de los españoles que hoy vivimos hemos conocido una época en la que gozáramos de un consenso social suficiente sobre nuestro ser colectivo que nos permitiera dar ese asunto por descontado y propulsar nuestras preocupaciones hacia los menesteres que realmente hacen vivir y progresar a una sociedad. Nosotros estamos aún en gran parte atascados en esa fase previa que se ocupa en dar una configuración a nuestra sociedad. Ya en 1910 decía Ortega y Gasset: “En otros países acaso sea lícito a los individuos permitirse pasajeras abstracciones de los problemas nacionales: el francés, el inglés, el alemán, viven en medio de un ambiente social constituido. Sus patrias no serán sociedades perfectas, pero son sociedades dotadas de todas sus funciones esenciales, servidas por órganos en buen uso (…) ¿Qué impedirá al alemán empujar su propio esquife al mar de las eternas cosas divinas y pasarse veinte años pensando sólo en lo infinito? Entre nosotros el caso es muy diverso: el español que pretenda huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día y acabará por comprender que para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar es España el problema primero, plenario y perentorio”.

Pero apliquemos el rigor necesario a nuestras reflexiones: en realidad, el poso último de nuestras inquietudes no está hecho, aquí en España, de genuina preocupación por la cosa pública, como pudiera parecer a una mente apresurada que sugiere Ortega, sino de menosprecio de una gran parte hacia ella. Nuestra inconsistencia como nación es, precisamente, la cosecha de una siembra realizada con las semillas del apego a lo más inmediato, a lo que estrictamente se ciñe a nuestros intereses más particulares, apenas contrapesado con aisladas o coyunturales expresiones de solidaridad que vienen a ser como fuegos de artificio de efímera vitalidad, porque no encuentran un soporte en nuestras costumbres y en nuestras instituciones sobre el que consolidarse. “El hombre español –decía asimismo Ortega en otro lugar– se caracteriza por su antipatía hacia todo lo trascendente; es un materialista extremo (…) La emoción española ante el mundo no es miedo, ni es jocunda admiración, ni es fugitivo desdén que se aparta de lo real, es de agresión y desafío hacia todo lo supra-sensible y afirmación malgré tout de las cosas pequeñas, momentáneas, míseras, desconsideradas, insignificantes, groseras”.

Si esta visión pesimista sobre nuestra forma de ser ha mantenido una vigencia sostenida en el tiempo, casi nunca ha sido más cierta de lo que lo es ahora. Nuestra clase política, para empezar, es, de forma muy generalizada, lamentable. Pero no es ella nada más que una versión destacada de nuestros propios defectos colectivos. Igual que, por ejemplo, tenemos la basurienta televisión que hemos decidido preferir, y que nadie nos obliga a ver, los políticos que nos gobiernan están hechos de la misma materia vital y moral que el resto de los españoles. Su corruptibilidad, su cortoplacismo, su irresponsabilidad, su perversa afición a procurarse privilegios y su cobardía no sería lógico que fueran ramas que viniesen a renegar del tronco del que han salido. Queda ello demostrado cuando se constata que nuestras tragaderas son lo suficientemente amplias como para que no tengan consecuencias, no ya penales, sino ni siquiera en las urnas, comportamientos de nuestros políticos que constituyen un auténtico saqueo de las arcas públicas; pensemos también en sus cesiones al terrorismo y a los nacionalismos en general (cuyo último e irrenunciable objetivo, no lo olvidemos, es la destrucción del estado), que en buena parte son manifiestamente constitutivos de alta traición a la nación española; o en su desprecio a la igualdad jurídica y de oportunidades de los españoles; o en sus estúpidas políticas de segregación (no sólo la lingüística); o en la degradación a la que han conducido a las instituciones judiciales… La ineptitud de nuestros gobernantes, en fin, es sólo el suelo al que había que descender después de tolerar su irresponsabilidad y su inmoralidad. Nada de esto ha salido de un caldo de cultivo extraterrestre.

Es hora de tomar conciencia: nuestra crisis más importante no es la económica, con ser ésta pavorosa. Lo es la de nuestro ser colectivo en su conjunto (lo cual, además, conlleva gravísimas repercusiones sobre la economía). Y ello ha sido causado en estos últimos tiempos por la persistente política de cesión de nuestros gobernantes a los nacionalismos, esa versión agudizada de nuestra tendencia al particularismo, al rechazo a pensar en los términos que exige el bien general. Se ha dejado que la educación quedase en manos de aquellos aberrantes constructores de mitos reaccionarios que son los nacionalistas, sin siquiera intentar resistir mínimamente ni en la trinchera política ni en la ideológica. ¡Cuánta desidia! ¡Cuánta irresponsabilidad! ¡Cuánto desprecio a las más elementales normas políticas, morales y de higiene intelectual!...



Bien: el futuro está a la vista: después de cerrar ese último capítulo de espeluznantes cesiones que han conducido a ETA hasta los puestos de dirección de nuestras instituciones, es ya previsible que, tras las próximas elecciones autonómicas, y con ETA y el PNV en el gobierno de la Comunidad Autónoma Vasca, estos grupos acabarán lanzando la andanada final en forma de declaración unilateral de independencia o algo similar. A lo que contestará como un eco solidario el gobierno de Cataluña. Estoy, pues, de acuerdo con lo que acaba de decir Mayor Oreja: “Se prepara un enorme desafío para España”. ¿Y quién se cree que un político tan pusilánime como Rajoy estará entonces a la altura de las circunstancias, cuando ha dado muestras suficientes de querer amoldarse (¡como si ello fuera posible!) al nuevo régimen de coexistencia con los nacionalismos, el mismo que éstos, sin embargo, han considerado simplemente como una etapa más en su camino hacia la disgregación del estado?

Muy al contrario de lo que el ínclito Zapatero decía en el famoso prólogo al libro de Jordi Sevilla “De nuevo socialismo”, según lo cual en política no hay ideas lógicas y, por tanto (aquí llegó al culmen de la investigación etimológica), no puede haber ideo-logías, Ortega afirma que en política podemos aspirar a tanta objetividad en los análisis como la que en su campo consigue la misma ciencia empírica: “Esta objetividad –dice por tanto, y más precisamente– no se reduce a la ciencia. Con leve modificación de sentido existe también en otros órdenes: por ejemplo, en la política. Lo que el hombre de hoy puede decidir como su opinión política para el porvenir no está a merced del azar individual. Hay una autenticidad política, querámoslo o no, que es común a todos los hoy vivientes en cada país, hay una vocación general política. Estaremos dispuestos o no a oírla, pero ella suena y resuena en nuestro interior. Y sería curioso y sintomático de la época que esa única política auténtica (…) no estuviese representada hoy (…) por lo menos claramente, por ningún grupo importante y desde lejos visible. Si esto fuera así tendríamos que hoy está viviendo el hombre una vida política subjetivamente falsa, que está estafándose –lo mismo por la derecha que por la izquierda–”. ¡Ortega hacía también la crónica de nuestra actualidad!

De esta política falseada yo excluyo, simplemente por ponerse de parte no ya sólo de esa objetividad filocientífica, sino del simple sentido común, a UPyD, que es hoy probablemente el único partido desde el que cabalmente podemos esperar que surja una alternativa cuando nuestra extraviada trayectoria como nación llegue a su culminación. No será posible entonces, me temo, refugiarse en la indolencia, porque el potencial desestabilizador de nuestros nacionalismos va más allá del hipotético momento en que lograran la independencia de lo que considerarían una parte de sus territorios. Vayámonos haciendo a la idea: no será posible llevar hasta el final nuestra actual y acumulativa defección hasta conseguir que la nación española muera de forma discreta y apaciguada. En algún momento los españoles descubriremos que no vale para siempre la postura del “¡qué más da!”. No será posible inhibirse: así lo veo yo. Y entonces necesitaremos que haya alguna opción política que ayude a catalizar la reacción contra tanto despropósito y propensión a la catástrofe como hemos ido acumulando.

3 comentarios:

  1. ESTA NACIÓN

    Hola, Javier: “esta nación”, como tú dices creo que no será cabal. Creo que ni tú ni yo conozcamos unas pretensiones como comentas de naturalidad en lo cotidiano del vivir para resolver sustancias como en otros lares. No. Aquí seguiremos con los particularismos. Vuelvo a citarte. En el anterior artículo definías el ímpetu nacionalista como la intención de ir desde lo común hacia lo particular.

    Esto, querido Javier, lo venimos arrastrando desde siglos. Tercamente los particularistas siguen con la idea retrógrada de ser solamente en su pureza para estar contentos. Dentro de España nunca lo estarán. Gran culpa la tiene el propio estado por haber llegado a tanta dejación como si ello fuera algo natural, consustancial a los pueblos-naciones que con nosotros van, algo así como el determinismo histórico de Hegel otros días comentado.

    Siempre he oído decir a mi madre que el árbol que nace torcido... ese ya no se endereza. No es por ser aguafiestas, pero la deriva centrífuga es grandísima, hasta el punto de saber que alguna de las autonomías de España gozan de mayores prebendas (póngase si se presta otro calificativo) que alguno de los Landers alemanes, p. ej., que es un estado federal.

    No sólo Ortega tenía razón, sino es que aquí continuamos dándole vueltas al Ser de España, pero en un claro retroceso pues lo que se discute es el Ser de lo particular y su adecuación a un estado (para los que ahora se disuelven y sus correligionarios: “opresor”) que ellos acepten (o sea, ninguno que no sea el suyo propio). El actual gobierno no ve un estado definido (querrá, junto con los otros, seguir moldeando los gustos periféricos para arreglar bien la situación de acople impensable). A cuenta de la aprobación por la U.E. la pasada semana de la red ferroviaria futura que nos una entre nosotros y con el resto de Europa, el propio ministro José Blanco dijo que se “acabaron las composiciones radiales” (más o menos). Ahora se trata de establecer una serie de ejes Atlántico-Mediterráneos/Mediterráneo-Atlánticos, etc. Así que a estas alturas abominamos de la propia estructura que la red de comunicaciones tiene el país. La solución buena vendrá a partir de ahora. Pero hay comunidades descontentas, tal y como pueden serlo Extremadura y Aragón. Entonces, seguimos haciendo como siempre al cabo de la historia ¿Por qué se beneficiaron unos “polos industriales” en detrimento de otros? ¿Por qué ahora la red ferroviaria, de nuevo, discriminará a ciertas zonas condenándolas aún más? No sé: “doctores tiene la iglesia”..., pero cuando hablamos de que unos “viven” a cuenta de otros se ocultan realidades (amen de faltarle el respeto a las tierras aludidas).

    Tierra. Tierra. Tierra. He aquí una de las claves. Donde se han repartido las competencias de Educación (ahora no se pueden mantener), sólo hay un porcentaje obligatorio de materia troncal común, y se ensalza la historia propia manipulando lo que haga falta para no reconocer el sustrato común y enaltecer a lo propio como, no sólo lo único, sino lo mancillado.

    Somos un entuerto retroalimentado diariamente por malgastar las energías en las identidades obligatorias (claro que la otra parte me respondería que asumir lo español es una sumisión obligatoria). El sentir es libre, pero si nos falta el sentido común, no avanzaremos, retrocederemos, nos estancaremos, no nos aceptaremos, nos maldeciremos...

    En fin, este es el paisanaje que a mí me sale. Y ello no es nuevo, pues ya han quedado tratados los problemas con los anacrónicos favoritismos relativos al Antiguo Régimen (que no al de Franco, sino al anterior a las Revoluciones Americana y Francesa) y que ahí siguen, o la pérdida de los mismos por apoyar al bando perdedor -entre austracistas y borbones-, o los lejanos reinos de taifas, o el cantonalismo, o.... lo actual.

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  2. Buenos días Vicente.

    No eres el único que, a raíz de este último artículo, me ha hecho llegar su opinión decantada hacia ese pesimismo del que tampoco yo ando muy lejano: nuestros compatriotas no dan muestras, efectivamente, de estar a la altura del reto histórico que estamos viviendo; todo indica que forman parte del problema más que de la solución. Sin embargo, yo no me dejo vencer del todo por el pesimismo, primero porque creo que éste ha de ser un punto de partida más que de llegada: ¿qué podemos hacer sino tirar para adelante? Si diéramos por hecho lo peor, sólo quedaría bajar los brazos y verlas venir. Pero, segundo, creo que no todo debiera resultar sospechoso en ese determinismo suave por el que, de la mano de Hegel, me he decantado, porque él nos puede ayudar a entender que la historia es una propensión hacia lo mejor. Efectivamente, puede ser que esa marcha hacia lo mejor quede indefinidamente interrumpida, pero ello se haría a contrapelo de la historia. Podríamos incluso regresar a la barbarie (ya ocurrió con el Imperio romano), pero la historia se reharía y volvería a empujar hacia el progreso. No en otra cosa diferente que en esa creencia consiste el progresismo (ya sabes: Unión, “Progreso” y Democracia…).

    Así que pienso que la historia es más flexible que los árboles, y, a la larga, si se tuerce, busca cómo enderezarse. Los nacionalismos son una patología social, un intento de regresión, pero, aunque hoy estén en su cuarto de hora más glorioso, tienen en contra esa pulsión hacia el progreso, que es como las ganas de vivir en los individuos. Buen ejemplo ese que citas de cómo organizar la red de comunicaciones de un país: un estado moderno tenderá a organizarla en clave de eficacia, de forma radial. Un estado dominado por sus fuerzas centrífugas convertirá esa red radial en un conglomerado caótico en el que cada región querrá hacer de forma autárquica su red de comunicaciones. ¿Hacia dónde empujará la historia, en este caso, a poco que se la deje? O bien, si desde los siglos XIII y XIV, el idioma castellano (en seguida “español”) era ya idioma de uso franco incluso en Al-Ándalus, ¿cómo hay que entender esos intentos de reavivar los idiomas locales en detrimento del idioma común? ¿Qué idiomas prevalecerán dentro de doscientos años después de que la historia haya hecho su criba?

    Las cosas tienden a ser lo que tienen que ser. Y ahora vivimos un momento crítico en el que esa ley se vuelve perentoria. No creo que esté todo dicho a favor de quienes quieren hacer regresar a la historia.

    Saludos cordiales, Vicente

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  3. LA UNIÓN INCONEXA

    Hola, Javier: me alegro de que mantengas una posición optimista (supongo que en general también) en cuanto a continuar el avance del hacerse, para bien, de España. Yo, no es por llevarte la contraria, sigo presintiendo muy fortalecido lo centrífugo, aunque el ser de la historia, en buena lógica (siguiendo tu suave determinismo hegeliano) deba de transcurrir orientándose hacia lo mejor.

    Hace ya unos años, cuando la convergencia económica de España con la Unión Europea, el P.N.V. sacó un eslogan que pretendía la unión Euskadi-Europa sin pasar por España (una vez visto desaparecer la peseta). Esta semana pasada su actual líder dijo: “hace unos años convergíamos con Europa; ahora lo hacemos con España”. Conclusión para ellos: estamos retrocediendo; estos no son los nuestros, etc. Ahora uniré el Norte con el Sur. Dentro de las terribles cifras de paro conocidas ayer mismo, creo que en Andalucía el porcentaje supera el treinta y dos por ciento; Navarra y el País vasco deben andar por el doce por ciento. Si cada uno mira su ombligo y no quiere contribuir a contrarrestar los desequilibrios territoriales, pues mal vamos. Claro que para ello hace falta empatía, y los que se creen únicos o por encima de..., o con derechos inalienables desde tiempos inmemoriales como derechos de pueblo, en detrimento del concepto de ciudadanía, pues nuestra unión carecerá de conformidad.

    Por otro lado, puedo hacer política-ficción y, dado que el sistema de las Autonomías tiene cosas buenas y cosas que no se pueden, o deben , sostener, pues fantaseo que no tiene por qué ser éste el modelo pasados esos dos siglos que tú mismo das de plazo. Si en vez de en Europa nos halláramos en Los E.E.U.U. pues la división territorial sería distinta. Por ejemplo (y sigo fantaseando) Cantabria, Burgos, la Rioja, Aragón y Cataluña, pongo por caso, bien se podrían distribuir como Alto, Medio o Bajo Ebro. Lo pasado ya lo conocemos y los romanos, otro ejemplo, empezaron denominando a estos territorios como Hispania Citerior y Ulterior (luego vendrían la Tarraconense, la Bética, la Lusitana..., la creación de las diócesis, etc.) Después conocimos la españa de los Cinco Reinos. Antes de 1.832 y la división territorial de España propuesta por D. Javier de Burgos, la denominación y partición era distinta a la actual, y no han pasado dos siglos, así que cualquier cosa puede ser. Ahora bien, sólo oigo a los políticos hablar parabienes del sistema de distribución territorial en Comunidades Autónomas. Yo no lo veo así. Creo que es una carga onerosa para el estado, pero conlleva un “estado” de hinchazón de orgullos patrios hasta allí donde nunca han existido.

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