domingo, 16 de octubre de 2011

¿TÓ PA NÁ O LA VIDA TIENE SENTIDO?

Tú y yo, Vicente, y el resto de las personas (aunque a veces no se note mucho), somos unos buscadores natos de sentido. Que lo encontremos o no, creo que es algo a subordinar a ese enunciado principal. En tiempos de San Anselmo, cuyo “argumento ontológico” sobrevivió como asunto filosófico y teológico de primer orden desde el siglo XI, en que lo enunció, hasta que Kant lo desbarató en el XVIII, el hecho de que estuviera esa necesidad de sentido en nosotros habría sido prueba suficiente de que tal sentido existía objetivamente (él afirmaba en su “argumento” que la idea de Dios en nuestra mente era prueba suficiente de la existencia de Dios). Kant vino diciendo aquello de que no son lo mismo cien táleros (moneda vigente en su pueblo) imaginados que cien táleros reales y le estropeó el argumento al escolástico. O sea que tenemos voluntad de sentido, pero eso puede ser compatible con un mundo absurdo, que es lo que tú, y todos a ratos, tendemos a ver.


Pero ¿qué significa eso de que las cosas, el mundo, la vida en última instancia tengan sentido? Yo lo cifro en el cumplimiento de la ley que lleva al universo (incluidos cada uno de nosotros) desde lo simple hacia lo complejo. Todo tiende a integrarse en unidades más complejas en las que seguir siendo, además de la simplicidad que se era, algo más. “Todo tiende a la unidad”, que decía San Agustín, y que repitió Hegel. En nuestra vida personal, para seguir la pista al sentido (para participar de esa ley), vale con hacer aquello en lo cual Nietzsche decía que consistía vivir: “superarse siempre a sí mismo”. Es otra manera de decir eso de ir de lo simple a lo complejo. Dejemos para otro día la valoración a fondo del lío en que se metió Nietzsche con su idea del eterno retorno, porque, efectivamente, ¿cómo podemos ir, nosotros y el universo mismo, siempre a más, si al final todo vuelve al punto de partida? Yo creo que, de tanto pensar, acabaron haciéndosele los sesos gaseosa a Nietzsche, y después de una peculiar trayectoria filosófica en que primero parece (sólo parece) el abanderado del nihilismo, después, en “La Gaya Ciencia”, “Aurora” y “Así habló Zaratustra”, pasa a abanderar la reacción contra el nihilismo, para finalmente, en estos mismos libros, meterse en ese berenjenal del eterno retorno (que consideró su idea principal), con lo que completa el bucle y hace que acabe prevaleciendo el “tó pa ná”.


Como individuos estrictamente considerados, estoy de acuerdo contigo: todo acaba en la muerte, todo acaba yéndose al carajo… tó pa ná. Pero no del todo. Porque eso de ir desde lo simple a lo complejo, de “superarse siempre a sí mismo”, quiere decir trascender de sí mismo, volcarse hacia fuera, encontrar algo/alguien a lo que/a quien entregarse, incorporándose así a unidades mayores que la que abarca nuestra exigua individualidad. En eso consiste el sentido de la vida (sin desdeñar, claro está, la atención –el fuera a dentro– a nuestro estricto ser individual), así nos sumamos a la misma trayectoria del universo que hace que éste tenga sentido: la que responde a la ley agustina y hegeliana según la cual todo busca la unidad. Es de esta forma como, por ejemplo, la célula encuentra su sentido cuando, sin dejar de ser individuo, se incorpora a unidades pluricelulares, lo mismo que antes había hecho la molécula desembocando en la célula y, aún más atrás, el átomo desembocando en la molécula. Acabamos muriendo, sí, pero hemos pertenecido a esa trayectoria supraindividual que, mientras vivimos, nos ayudó a encontrar sentido (¡y que nos quiten lo bailao!) y que, después de muertos nosotros, sigue buscando nuevas complejidades. Ortega, en fin, podría venir a resumir lo dicho hasta aquí con esto que dejó escrito: “La vida ha triunfado sobre el planeta gracias a que en vez de atenerse a la necesidad la ha inundado, la ha anegado en exuberantes posibilidades, permitiendo que el fracaso de una sirva de puente para la victoria de otra”. En nuestro caso, el fracaso que prepara y sirve como anticipo de futuras victorias de la vida sería nuestra propia muerte. Lo cual no nos convierte en meros accidentes que la Historia con mayúsculas viene a arrollar. El mismo Hegel (que es quien fundamentalmente me sirve de base en esta línea argumental) decía que “el individuo es, como tal, algo que existe; no es el hombre en general (pues este no existe), sino un hombre determinado”. Y confirma que “lo universal debe realizarse mediante lo particular”, es decir, que es el individuo, desde sus propias pasiones y pulsiones vitales, quien primero ha de concebir en sí mismo esa búsqueda de sentido que empuja al universo.


El universo, por tanto, va a más. Y nosotros, mientras vivimos, formamos parte de él. La muerte es nuestra última entrega a lo que nos trasciende. Seguramente morimos porque el sentido universal necesita que los individuos, que somos poco flexibles (por algo también comprensible), muramos, para que aparezcan otros individuos bajo nuevos formatos que estén más en sintonía con las nuevas etapas que le quedan por recorrer al universo; sería ésta la misma ley que hace que a un niño se le caigan los dientes de leche (que tenían una función, pero que finalizó) para que le salgan otros más apropiados a la etapa en la que se adentra. Los dientes, incluso los de leche, son tan rígidos que no pueden cambiar: hay que sustituirlos.


Ahora pueden venir los de la botella medio vacía y recordar lo de la segunda ley de la termodinámica: el universo se apagará, todo volverá a la nada. Tú vienes a recordarla en tu comentario. Bueno, pues yo creo que no será así. Esta postura mía viene a ser, sobre todo (lo admito), mi “voluntad de sentido” haciéndose sitio a codazos. Lo cual no la invalida según Ortega, que decía: “Una verdad no es verdad porque se la desea; pero una verdad no es descubierta si no se la desea y porque se la desea se la busca”. Por lo pronto, también Ilya Prigogine, premio Nobel de Química de 1977, desde plataformas científicas abogó por el declive de esa segunda ley de la termodinámica. Hoy por hoy, el universo sigue expandiéndose (buscando nuevas maneras de “superarse a sí mismo”), y si muriera, como los dinosaurios, ¿por qué no podría ser para dar paso a otra forma de complejidad equivalente a la del cambio de los dientes de leche? “Lo que nos oprime –dice Hegel– es que la más rica figura, la vida más bella encuentra su ocaso en la historia (…) Todo parece pasar y nada permanecer (…) Pero otro aspecto se enlaza en seguida con esta categoría de la variación: que una nueva vida surge de la muerte”.


Así que empiezo a entender a San Anselmo: lo que sale de nuestra alma empieza a ser indicio de que algo hay ahí afuera, en el mundo, con lo que viene a corresponderse. Nuestra voluntad de sentido no está en nosotros para desentonar flagrantemente con lo que nos aguarda en el mundo (también el hambre en nosotros es indicio de que hay en el mundo algo con lo que saciarla); sólo tenemos, pues, que encontrar la hembra que encaje con aquel macho y enchufarlo. “Hay entre ellos (entre el alma y el mundo) –dice Ortega– un nexo nada físico, un influjo irreal: la funcionalidad simbólica. El mundo como expresión del alma”. El orden en el mundo (incluso después de todos sus horrores), y no nuestra escasa vida individual, viene finalmente a dar expresión cabal a nuestra voluntad de sentido. Lo cual no implica renunciar a luchar por el sentido también en el microcosmos de nuestra vida personal. Como de costumbre, se trata en la vida de conjugar paradojas.


En fin, que, como dice Hegel, “lo que se realiza en la historia es la representación del espíritu”. Los cien táleros imaginados (viviendo en nuestro espíritu) son como un barrunto de que, aunque no nos sirvan todavía para comprar nada, algo como eso lo hay también en la realidad objetiva (o aguarda a que la historia lo convierta en realidad).

¿La muerte, en fin, es el volver a la nada, como tú dices, o esto que decía León Felipe:

“En el gran ciclo,
en el engranaje solar y planetario,
tú (muerte) eres quien corta la espiga,
y yo ahora... el grano,
el grano de la espiga que cae
bajo tu esfuerzo necesario.
Necesario... no para tu orgullo
sino para ver cómo logramos
entre todos
un pan dorado y blanco”
?

5 comentarios:

  1. LA VOLUNTAD DE SENTIDO

    Hola, Javier: te veo buscando sentido al ¿sinsentido vital? No sé. Desde luego, la única manera de estar aquí y “sujetarse” es buscar sentido al vacío, o a la caducidad. Cuando el sentido se pierde, nos perdemos nosotros (como individuos pensantes y sintientes), y, como tú muy bien aprecias, a veces notamos que perdemos la sustancia buscada. Eso sí, bien es cierto que todo el universo existente tiende a buscar entidades mayores, organización y acople. Pero es que hay individuos que no (y aquí ya comenté otras veces que, políticamente yo tiendo, también, a buscar entidades superiores que nos abarquen como modo más cabal de sobrellevar lo político, lo social –la convivencial-, etc.).

    Respecto a San Anselmo y su argumentación sabemos que las hay de otras tendencias –entre las que me suelo más reflejar-), pero todas pueden ser refutadas. “El mero hecho de pensar la existencia de...” El argumento Ontológico, el reloj que no puede haber sido sin relojero, lo mismo que el mundo no puede existir sin creador, etc. son conjeturas que el hombre se viene haciendo desde tiempos lejanos, pero del universo ¿qué sabemos? ¿Qué creemos saber de él?

    El hecho de que tendamos a la unicidad, a la búsqueda de agrupamientos mayores (recuerdo que los propios buscadores de teorías para idear la existencia de un ser creador, tendieron en sus orígenes a la exclusión voluntaria, al ascetismo y retiro del mundo). Ese agrupamiento surgido, que tú pareces observarlo fuera de nos, no indica que hayamos tenido un sentido notado. Nuestras células y órganos nos llevan a los agrupamientos sin que nosotros seamos conscientes, y ello podría hacernos pensar en que, efectivamente, algo desde fuera nos mueve, pero a ese algo sigo sin verle sentido, pues en cualquier momento dejamos de estar sujetos a ello, o sea, volvemos a la Nada. Otra cosa es que nos revelemos frente a esa carencia de explicación a nuestro paso por el incomprensible universo.

    Seríamos capaces de respondernos ahora por qué está emergiendo, mediante la acumulación de magma, una nueva y probable isla en los alrededores de la de El Hierro? Lo mismo que ocurrió hace poco en Islandia (Ice-Land: la tierra del hielo, en donde los movimientos energéticos, por ende, calientes, más notoriamente emergen. Ahí te dejo otra paradoja). Pero recuerda que la pregunta era si somos capaces de explicar el sentido a que vivimos en un mundo llamado Tierra, donde predomina, paradójicamente, el agua, sobre un manto o corteza que cubre unos indescriptibles movimientos telúricos, amen de poseer un núcleo bajo la planta de nuestras suela que bulle a unas temperaturas inimaginables, lo mismo que no somos capaces de fantasear siquiera sobre la dimensión del universo. ¿Tiene sentido soportar sin comprender los terremotos, tsunamis, maremotos, desprendimientos de tierra, choque de las placas tectónicas...? Al fin, todos como Nietzsche, mentalmente mal por no saber si estamos para estar. ¿Por qué existe algo en vez de nada? ¿De la Nada, nada puede salir? Estoy contigo en que, si acaso el universo se vuelve a comprimir, nada nos dice que no vuelva a resurgir algo.

    Pero presiento que nuestra búsqueda entonces es, más bien, forzar el encuentro al sentido a la existencia, desde nuestro micro-mundo orgánico, de modo que no perezcamos en un exasperante, desangelado estar sin saber si estaremos.

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  2. OTRO PASEO POR EL SENTIDO

    Hola de nuevo, Javier: hoy he vuelto a tu ciudad (por lo de los trámites administrativos vía S.S.). También estuve el sábado (¡vaya, para lo ¿lejos? Que me cae, no está mal en tan pocas horas!) Este sábado fui con mi niña para acompañarla a ver el complejo del C.R.I.E.B que está en Fuentes Blancas (ella irá a finales de enero una semana).

    Y si he ido ha sido por buscar sentido ¿Por qué tener una criatura (tiene nueve años) y no buscar el cómo de su desarrollo y experiencia? Y si yo voy y recorro esos privilegiados parajes que poseéis es porque busco esencia de belleza, y busco criterio al recorrer mentalmente el acontecer que allí se puede llegar a dar. Y si escribo (esto más lo de mi blog u otras cosas) es porque alguna partida habrá que sacar al hecho de poseer consciencia de nosotros mismos y de nuestras potencialidades.

    Así que, estimado Javier, vas a tener razón: “tú y yo, y el resto (...) somos unos buscadores natos de sentido". El esfuerzo, el criar y contemplar la esencia de mi ser que fue creado, la eclosión de su persona, la de mis sentimientos... y la búsqueda de la belleza, vienen todas cargaditas de sentido, aunque la bóveda que nos cubra zozobre mis sentidos.

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  3. Como sabes, Vicente, yo sólo llamaría “Dios” al sentido de las cosas (al sentido del universo) de una manera metafórica. Creo que el universo tiene sentido, pero no creo que como individuos tengamos más futuro de lo que lo tendría el Burgos (¡incluso el Mirandés, que, por lo visto, está que se sale!) si se tuviera que enfrentar al Barcelona de Messi. Y es que, si somos sinceros, veremos que hemos ideado a Dios porque buscábamos a alguien que nos garantizara la inmortalidad. Pero hasta ahí no parecen llegar las capacidades del Dios que estaría detrás del sentido de las cosas. Así que, situados en ese límite, si como individuos somos mortales, ¿para qué nos sirve Dios? ¿Nos puede llegar a importar que el mundo siga teniendo sentido cuando nosotros ya no estemos en él? Ahí estamos. Así que toca seguir buscando, y yo creo que al final sólo encontraremos sentido trascendiendo de nosotros mismos.

    Creo que has dado en el clavo (al menos, quizás, en el clavo más importante) cuando hablas de tu churumbel. Los míos ya hace un rato que dejaron la edad del tuyo. Recuerdo el impacto emocional, moral, intelectual… que supuso el tener al primero ante mí durante los primeros días. Nunca antes había sentido (desde luego, no así de rotundamente) que sería capaz de dar la vida por alguien, que es lo que me ocurría con él; lo mismo me pasó con mi segunda hija. Constaté que yo trascendía en ellos, que ellos pasaban a ser más importantes que yo mismo. Creo que los hijos son el modo más claro de percibir que, aun cuando ya no estemos, el mundo sigue teniendo sentido. Es la manera más decidida de, como Nietzsche proponía, “superarnos a nosotros mismos”. No creo que sea la única (correría demasiado peligro ese sentido), pero sí la más clara.

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  4. EL SENTIDO TRANSCENDIDO

    Hola, Javier: me alegro de la sinceridad en estos últimos criterios vitales y morales que nos cuentas sentiste cuando tus criaturas nacieron. Es una forma de transcendencia en donde solamente podemos observar inmanencia en nuestro finito discurrir.

    También me alegra de que abiertamente reconozcas como lo supremo (Dios) a algo no antropomórfico y que lo constriñas al ser del universo. Cabal. Todo muy cabal. Según un servidor, es simplemente el hombre quien ha creado a Dios (como tú dices, p. ej. para buscar la inmortalidad), y no al revés. Quien sigue a un dios salvador me da la sensación de que limita ese seguimiento al egoísmo por salvarse individualmente. Pero vuelvo a lo transcendente.

    El problema que yo me veo es no saber transcender decentemente en la criatura que es mi hija. Tomada ya la consciencia de la dificultad de educar, queda la incógnita de la huella, decente, presentable, digna... que quedará de mí en ella.

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