El hombre va en busca de un lugar al que pertenecer, y aun habiendo recorrido la tierra entera no lo ha encontrado todavía
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“Cada especie zoológica o vegetal encuentra en la Tierra un espacio con
condiciones determinadas donde, sin más, puede habitar. Los biólogos le llaman
su «habitat». El hecho de que el hombre habite donde quiera, su planetaria
ubicuidad, significa, claro está, que carece propiamente de «habitat», de un
espacio donde, sin más, pueda habitar. Y, en efecto, la Tierra es para el
hombre originariamente inhabitable. Para poder subsistir intercala entre todo
lugar terrestre y su persona creaciones técnicas, construcciones que deforman,
reforman y conforman la Tierra, de suerte que resulte más o menos, habitable
(…) El habitar no le es dado, desde luego, sino que se lo fabrica él, porque en
el mundo, en la Tierra, no está previsto el hombre, y este es el síntoma más
claro de que no es un animal, de que no pertenece a este mundo. El hombre es un
intruso en la llamada naturaleza. Viene de fuera de ella, incompatible con
ella, esencialmente inadaptado a todo milieu (…) Solo la técnica, solo el construir asimila el espacio al hombre,
lo humaniza (…) El hombre (…) su estar en la tierra es malestar y, por lo
mismo, un radical deseo de bienestar. El ser básico del hombre es subsistente
infelicidad. Es el único ser constitutivamente infeliz y lo es porque está en
un ámbito de existencia —el mundo— que le es extraño y, últimamente, hostil (…)
El auténtico y pleno (habitar) es una ilusión, un deseo, una (necesidad), no un
logro, una realidad, una delición. El hombre ha aspirado siempre a (habitar),
pero no lo ha conseguido nunca del todo. Sin habitar no llega a ser. Por esta
causa se esfuerza en ello y produce edificios, caminos, puentes y utensilios” (Ortega
y Gasset[1]).
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