A partir del Renacimiento, el mundo empezó a rebajarse a ser
solo lo que los sentidos, y en su nombre los laboratorios, decían que era. En
arte, con Cézanne (“el padre de todos nosotros”, decía Picasso en nombre de los
artistas de vanguardia, los posmodernos del arte) se llegó a un punto en el que
se empezó a decidir que la realidad auténtica, y por tanto lo que el artista
debía tratar, era solo la que entraba por los ojos, por los sentidos, no la que
procedía de las construcciones mentales: “El
artista no es más que un receptáculo de sensaciones –decía Cézanne– ¡Nada de teorías! (…) Somos un caos irisado (…) El hombre ausente (…)
Un cuadro no representa nada, no debe representar, en principio, más que
colores”.
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PERO DIOS… Y HASTA UNA NARANJA
SON CONSTRUCCIONES MENTALES, NO REALIDADES QUE NOS MUESTREN LOS SENTIDOS. PARA
ESTOS, EL SOL, DICE DON QUIJOTE, “TIENE EL TAMAÑO DE UNA RODELA”
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“Hay
un primer plano de realidades, el cual se impone a mí de una manera violenta:
son los colores, los sonidos, el placer, y dolor sensibles. Ante él mi
situación es pasiva. Pero (…) la ciencia, el arte, la justicia, la cortesía, la
religión son órbitas de realidad que no invaden bárbaramente nuestras personas,
como hace el hambre o el frío; sólo existen para quien tiene la voluntad de
ellas. Cuando dice el hombre de mucha fe que ve a Dios en la campiña florecida
y en la faz combada de la noche, no se expresa más metafóricamente que si
hablara de haber visto una naranja. Si no hubiera más que un ver pasivo quedaría
el mundo reducido a un caos de puntos luminosos. Pero hay sobre el pasivo ver
un ver activo, que interpreta viendo y ve interpretando; un ver que es mirar.
Platón supo hallar para estas visiones que son miradas una palabra divina: las
llamó ideas. Pues bien, la tercera dimensión de la naranja no es más que una
idea, y Dios es la última dimensión de la campiña” (Ortega y Gasset).
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