“El universo visible (...) me viene estrecho, esme como una jaula que
me resulta chica, y contra cuyos barrotes da en sus revuelos mi alma” (Miguel de Unamuno)[1].
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“Es la madurez no una supresión, sino una integración de la infancia.
Todo el que tenga fino oído psicológico habrá notado que su personalidad adulta
forma una sólida coraza hecha de buen sentido, de previsión y cálculo, de
enérgica voluntad, dentro de la cual se agita, incansable y prisionero, un niño
audaz. Este díscolo personaje interior es el que nos hace tal vez reír en medio
de un duelo, o decir una impertinencia a un grave magistrado, o seguir tomando
el sol cuando el deber nos obliga a ausentarnos. Somos todos, en varia medida,
como el cascabel, criaturas dobles, con una coraza externa, que aprisiona un
núcleo íntimo, siempre agitado y vivaz. Y es el caso que, como el cascabel, lo mejor
de nosotros está en el son que hace el niño interior al dar un brinco para
libertarse y chocar con las paredes inexorables de su prisión. El trino alegre
que hacia fuera envía el cascabel está hecho por dentro con las quejas
doloridas de su cordial pedrezuela. Así, el canto del poeta y la palabra del
sabio, la ambición del político y el gesto del guerrero son siempre ecos
adultos de un incorregible niño prisionero (…) ¡Cuántas veces, al mirar los
ojos de un hombre maduro, vemos deslizarse por el fondo de ellos su niño
inicial, que se arrastra, todavía doliente, con un plomo en el ala!” (Ortega y
Gasset[2]).
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