Johannes Vermeer: “Señora escribiendo una carta con su criada” |
La luz que me ilumina y me permite ver no es, para empezar
algo en lo que piense, sino algo con lo que cuento. Solo si inesperadamente desaparece,
esa luz con la que contaba se convierte en problema, es decir, en pregunta:
“¿Qué ha pasado?”, que es el anticipo de la siguiente pregunta: “¿Qué es esa
cosa con la que contaba (la luz) y que ahora me falta?”. Y entonces, para
responder a esa pregunta, me pongo a pensar. “Cada cosa en mi vida –dice
Ortega– es, pues, originariamente un sistema o ecuación de comodidades e
incomodidades. Cuando una cosa me es incómoda se me hace cuestión: porque la
necesito y no «cuento con» ella, porque me falta. Las cosas, cuando faltan,
empiezan a tener un ser. Por lo visto, el ser es lo que falta en nuestra vida,
el enorme hueco o vacío de nuestra vida que el pensamiento, en su esfuerzo
incesante, se afana en llenar”[1].
La respuesta más acabada que el pensamiento ha dado a
aquella pregunta sobre el ser de la luz se llama Óptica, que
dice que la luz “es” una vibración del éter. Pero eso, el ser de la luz, es algo
muy diferente de aquella luz con la que contaba antes de que tuviera que pensar
en ella. El concepto “vibración del éter” no me ilumina las cosas que necesito
ver, como sí hace la luz. Eso que hay en mi vida y con lo que cuento es
anterior, por tanto, al hecho de que me falte y se convierta en problema y,
consiguientemente, en pensamiento. Concluyamos: el pensamiento, al contrario de
lo que decía Descartes y toda la filosofía moderna que le sigue, no es lo
originario en mi vida. Lo originario es eso mismo: mi vida.
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