“El saludo es (para empezar) un gesto de sumisión
del inferior hacia el superior. El hombre primitivo, cuando vencía al enemigo,
le mataba. Pero el primitivo se refina y en vez de matar al enemigo hace de él
su esclavo. El esclavo reconoce su situación de inferioridad, de vencido
perdonado, haciéndose el muerto, es decir, tendiéndose en el suelo ante el
vencedor. Según esto sería el saludo primigenio la imitación del cadáver. El
progreso subsiguiente consiste en la incorporación progresiva del esclavo para
saludar: primero se pone en cuatro patas, luego se pone de rodillas, las manos
con las palmas juntas en las manos de su señor, en signo de entrega, de ponerse
en su mano (…) Es el “manus dare” de los romanos —de donde viene nuestro
vocablo “mandar”. El mando domestica al hombre y le hace, de fiera que era,
mansueto, manso. Posteriormente a lo dicho, el saludo deja de ser gesto de
vencido a vencedor y se convierte en manera general de inferior a superior. El
inferior, ya el hombre de pie, toma la mano del superior y la besa. Es el
«besamanos». Pero los tiempos se democratizan y el superior, ficticia o
sinceramente, se resiste a esa señal de inferioridad reconocida. ¡Qué diablos!
Todos somos iguales. Y ¿qué pasa entonces? Yo, inferior, tomo la mano de mi
superior y la elevo hacia mis labios para besarla, pero él no quiere y la
retira; yo, entonces, vuelvo a insistir y él vuelve a retirarla, y de esta
lucha resulta elegantemente... el apretón de manos” (Ortega
y Gasset[1])
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