Dalí: “Mercado de esclavos con aparición del busto invisible de
Voltaire”
El objeto con el que trata el artista no es la realidad, sino otra cosa
que la amplía y diversifica: el símbolo. Al reflejar algo real, el artista –el
poeta, el narrador, el pintor– ha ascendido hasta la fuente, hasta el porqué de
esa realidad, y descubre que de allí manan otras realidades con las que lo
reflejado por él se unifica. Entonces, la realidad por él escogida está a la
vez reflejando en estado de latencia esas otras realidades con las que comparte
sentido. Y así construye un símbolo, es decir, hace arte.
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“El arte no puede consistir nunca en copiar una
realidad, si por realidad se entiende lo que se ve, se oye, se toca (…) Lo
visto, lo oído, tiene valor meramente por lo que en ello hay de alusión a ese
fermentar secreto, a esa latente trayectoria de que lo sensible no es sino un
estadio. La realidad no es sólo el arroyo que vemos correr, mas también el
manantial subterráneo que no vemos y produce a aquél (…) Lo importante es que
el lienzo o la página no nos presenten sólo la máscara de las cosas, su
apariencia fugitiva, la mueca insulsa que nos hacen al pasar por delante de
nosotros, sino que traigan, por decirlo así, escrita en la frente su genealogía,
y de un golpe percibamos su fisonomía y su génesis. Sólo conocemos bien lo que
hemos visto nacer. Esta intimidad súbita en que la obra de arte nos pone con
las cosas proviene de que nos hace asistir a su generación, de que nos las
presenta en lo que llama Leibniz su status
nascens (…) Entonces veremos cómo se agrupan y organizan, cómo toman un aire
de familia y dirigen profundas miradas a un mismo punto que fue su cuna”
(Ortega y Gasset)[1].
[1]
Ortega y Gasset: “Azorín: primores de lo vulgar”, en “El Espectador”, Vol. I,
O. C. Tº 2, p. 175.
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