“Tendemos unas líneas incorpóreas
que aquí agregan un poco de forma; allá, en cambio, suprimen y amputan algo de
las existentes. Lineas incorpóreas, digo, y esto no es una metáfora. Nuestra
conciencia las traza al mirar constantemente donde no las halla corpóreas.
Sabido es que no podemos mirar en la noche las estrellas imparcialmente, sino
que destacamos unas u otras del encendido eniambre. Destacarlas es ya poner en
una relación más intensa ciertas estrellas entre sí; para esto tendemos de una
a otra como hilos de una araña sideral. Los puntos incandescentes quedan por
ello ligados y constituyendo una forma incorpórea. Este es el origen psicológico
de las constelaciones: perpetuamente, cuando la noche pura hace palpitar su
azulada tiniebla, los ojos del hombre pagano se levantan y ven que Sagitario
dispara, Casiopea se irrita, la Virgen aguarda y Orion opone al Toro su escudo
de diamantes. De la propia suerte que el grupo de puntos estelares se organiza
en constelación (…) en un mismo movimiento de nuestra conciencia surge la
percepción del ser corpóreo y la sospecha de su ideal perfección (…) Cada
fisonomía suscita, como en mística fosforescencia, su propio, único, exclusivo
ideal (…) Cada cosa al nacer trae su intransferible ideal” (Ortega y Gasset[1]).
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