“Todo renacimiento parece exigir un instante de inmersión en el salvaje
inicial que el hombre lleva dentro” (Ortega y Gasset[1]).
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“La vida es por lo pronto un caos
donde uno está perdido. El hombre lo sospecha; pero le aterra encontrarse cara
a cara con esa terrible realidad, y procura ocultarla con un telón
fantasmagórico donde todo está muy claro. Le trae sin cuidado que sus «ideas»
no sean verdaderas; las emplea como trincheras para defenderse de su vida, como
aspavientos para ahuyentar la realidad. El hombre de cabeza clara es el que se
liberta de esas «ideas» fantasmagóricas y mira de frente la vida, y se hace
cargo de que todo en ella es problemático, y se siente perdido. Como esto es la
pura verdad —a saber, que vivir es sentirse perdido—, el que lo acepta ya ha
empezado a encontrarse, ya ha comenzado a descubrir su auténtica realidad, ya
está en lo firme. Instintivamente, lo mismo que el náufrago, buscará algo a que
agarrarse, y esa mirada trágica, perentoria, absolutamente veraz porque se
trata de salvarse, le hará ordenar el caos de su vida. Estas son las únicas
ideas verdaderas: las ideas de los náufragos. Lo demás es retórica, postura,
íntima farsa. El que no se siente de verdad perdido se pierde inexorablemente;
es decir, no se encuentra jamás, no topa nunca con la propia realidad” (Ortega y Gasset[2]).
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