Por supuesto que detrás de las argumentaciones expuestas a
propósito de cómo escapar de este valle de lágrimas hay un respeto escrupuloso
a las creencias de las que se habla. Lo que se viene a destacar es que en el
trasfondo de todas ellas late la necesidad de redimirnos, de salvarnos de una
realidad que sentimos como opresiva, limitadora o insuficiente. En la forma más
primigenia de las dos (la que se genera en un estado alterado de conciencia; la
otra es la intelectual), en su modo más genuino, se busca la mediación de una
instancia que habita en nuestro interior, y que todos tenemos conciencia de
que, a menudo, se muestra más lista o más sabia que nosotros mismos (es decir,
que lo que conscientemente somos). Una instancia que puede hablar, por ejemplo,
a través de los sueños o a través del oráculo o de las apariciones o
alucinaciones (¡no siempre es más sabia esta voz!).
El otro modo de redimirnos de esta realidad patente es el
intelectual, que pusieron en marcha nuestros ancestros de la antigua Grecia, y
que las religiones han incorporado también a su bagaje (San Agustín era
platónico y Santo Tomás aristotélico): a través de ella, nos encaminamos hacia
realidades “redentoras” o reparadoras poniendo en nuestros objetivos vitales a
los ideales. Gracias a esta nueva manera de relacionarnos con las realidades
alternativas, se hizo posible la consideración del futuro y el progreso.
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