“El inteligente no está nunca seguro de serlo,
ni de poder contar con esa inteligencia que impropiamente se dice suya (…) La
idea feliz aparece de súbito en la claridad de nuestra mente, como el pájaro
despavorido se entra en primavera por nuestra ventana. Por eso el hombre
inteligente, lejos de sentir seguridad en sus ocurrencias se ve siempre rodeado
por la amenaza innumerable de las asneiras o tonterías que se le pueden ocurrir, y
esto –precisamente esto– el sentirse en perpetuo peligro de ser estúpido es lo
inteligente en el inteligente, lo que le hace vivir en ese incesante y agudo
alerta que le permite evitar las necedades, sortearlas, de suerte que avanza
entre las probables asneiras, como el
ciclista de circo corre en su bicicleta sorteando garrafas para evitar
derribarlas. El parvo o necio, en cambio es el hombre seguro de sí, que no
prevé su eventual estolidez y por lo mismo se sumerge a fondo y sin reservas en
el océano de las necedades (…) (En el) intelectual (…) su inteligencia (…) no
es suya, es un suceso incontrolable, de que no se siente autor ni responsable,
algo que él ni tiene ni por sí hace, sino que en él acontece y en él pasa, como
le pasa a la pobre tierra dar en el estío el oro cereal de sus cosechas, como
en el vientre de la nube negra figura de pronto el rayo” (Ortega y Gasset[1]).
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