“(Hay un valor) que diferencia a los hombres en
las dos clases más radicalmente distintas que pueden imaginarse. Me refiero a
ese imperativo que algunos hombres sienten de ser mejor, se entiende, de ser
siempre mejor de lo que ya son, de no vivir jamás en abandono y a la deriva de
los usos en torno y de los propios hábitos, sino, por el contrario, exigirse a
sí mismos y de sí mismos siempre más. Es, por excelencia, el imperativo de la
nobleza del alma —noblesse oblige— y esto significa que poseer auténtica
calidad de nobleza es sentirse a sí mismo no tanto como sujeto de derechos
cuanto como una infinita obligación y exigencia de sí mismo ante sí mismo.
Porque es indudable que no hay cosa —ni la más sencilla y cotidiana— que no se
pueda hacer de dos maneras, una mejor y otra peor, y los que tienen esa vocación
de propio mejoramiento, ante todo acto se hacen cuestión de cuál es su manera
mejor. Seres de enérgica y lujosa vitalidad, no les basta con ser, sino que
necesitan ser más, es decir, ser mejor, y entienden por vivir exigirse;
imperativo de verdad caballeresco, porque quien a él va sometido es, a la vez,
corcel y espuela. Y no importa la condición social en que el individuo se halla
ni cuál sea su oficio u operación, porque en todas cabe el buen estilo frente
al malo” (Ortega
y Gasset[1]).
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