Cuenta Viktor E. Frankl sobre su experiencia como prisionero en el campo de concentración de Auschwitz “algo sobre lo que el médico jefe del campo me llamó la atención: la tasa de mortandad semanal en el campo aumentó por encima de todo lo previsto desde las Navidades de 1944 al Año Nuevo de 1945. A su entender, la explicación de este aumento no estaba en el empeoramiento de nuestras condiciones de trabajo, ni en una disminución de la ración alimenticia, ni en un cambió climatológico, ni en el brote de nuevas epidemias. Se trataba simplemente de que la mayoría de los prisioneros había abrigado la ingenua ilusión de que para Navidad les liberarían. Según se iba acercando la fecha sin que se produjera ninguna noticia alentadora, los prisioneros perdieron su valor y les venció el desaliento (…) Cualquier intento de restablecer la fortaleza interna del recluso bajo las condiciones de un campo de concentración pasa antes que nada por el acierto en mostrarle una meta futura. Las palabras de Nietzsche: «Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo» pudieran ser la motivación que guía todas las acciones psicoterapéuticas y psicohigiénicas con respecto a los prisioneros. Siempre que se presentaba la oportunidad, era preciso inculcarles un porqué —una meta— de su vivir, a fin de endurecerles para soportar el terrible cómo de su existencia.
Desgraciado de aquel que no viera ningún
sentido en su vida, ninguna meta, ninguna intencionalidad y, por tanto, ninguna
finalidad en vivirla, ése estaba perdido. La respuesta típica que solía dar
este hombre a cualquier razonamiento que tratara de animarle, era: «Ya no
espero nada de la vida»” (Viktor E. Frankl[1]).
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[1]
Viktor E. Frankl: “El hombre en busca de sentido”, Barcelona, Herder, 1979, p.
78.
[2]
Ortega y Gasset: “En el centenario de una Universidad”, O. C. Tº 5, p. 464.
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