"La Gioconda"-Leonardo de Vinci |
Las musas
aguardan en la frontera de las cosas, allí donde la utilidad que estas rinden
acaba y empieza el reino de lo superfluo, para desde allí comenzar a ejercer su
función fecundadora. Dice Ortega y Gasset: “Nadie ignora que el significado originario
de la palabra ‘musa’ es ocio, y ocio en el sentido clásico quiere decir lo
opuesto a trabajo útil; no es un no hacer, sino el trabajo inútil, el trabajo
sin soldada ni material beneficio, el esfuerzo que dedicamos a lo irreal, a lo
supremo. Yo tengo para mí que los grandes hombres han debido siempre mucho más
a este ocio viril que a las musas de carne y hueso. En el caso Leonardo no hay
duda: la mujer concreta, esta mujer, aquella mujer, le fue por completo
superflua; no amó jamás (…) Ni amó a las mujeres ni fue amado de ellas, destino
común a los temperamentos especulativos que no descienden nunca de la
contemplación para meterse en la batalla de la vida, que no salen nunca de sí
mismos para fundirse en los demás”[1].
Por tanto, la perspectiva sobre las cosas que Leonardo tenía le llevaba a mirar
más allá de ellas, hacia el horizonte, en el que ya no queda propiamente mundo
que percibir. Anticipaba así esa arriesgada manera de estar en el mundo de la
que hizo gala Nietzsche cuando decía: “En última instancia lo que amamos es nuestro
deseo, no lo deseado”[2].
Posición, sin embargo, desde la que, si se es capaz de mantenerla sin caer en
la locura, se hace obligatoria la creatividad, la constante invención de cosas
que, una tras otra, se van dejando atrás, porque lo que se persigue está
siempre más allá. Lo que Leonardo ahorraba en el trato con los hombres, lo
invertía, pues, en creación.
[1] O
y G: “La Gioconda”, O. C. Tº 1, p. 556.
[2] F.
Nietzsche: “Más allá del bien y del mal”, Madrid, Alianza, 1980, p. 111
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