Lo que nos pone en marcha a los humanos antes de nada es la
fuerza vital, algo equivalente a lo que a nivel macrocósmico puso en marcha
asimismo el Big Bang. Esa fuerza vital, para empezar, no tiene finalidad,
empuja gratuitamente, sin pretender llegar a ningún resultado, ninguna
utilidad. Es, pues, lo que sustenta el juego en los niños y el deporte en los
adultos, es decir, el esfuerzo gratuito que se justifica a sí mismo.
Vale, pero cuidado, que, respondiendo a su vocación por lo
paradójico, también dice Ortega: “Mas ¿adónde puede llevar el esfuerzo puro?
A ninguna parte; mejor dicho, sólo a una: a la melancolía”[1].
O sea, que ese esfuerzo puro demanda una finalidad, un objetivo, podemos decir
que una utilidad como añadido finalmente necesario. También dice Ortega: “El
fin es siempre un producto de la inteligencia, la función calculadora,
ordenadora (…) La acción es un movimiento que se dirige a un fin y vale lo que
el fin valga”[2].
En suma: que hay que tener rebosante el depósito de la fuerza vital, de
las ganas de hacer cosas incluso antes de que aparezcan esas cosas, pero si no
acabamos de convertir ese esfuerzo “deportivo” en algo dirigido hacia algún
objetivo, la acción que pusimos en marcha por las ganas de jugar que teníamos
se disolverá en el vacío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario