“¡Arte románico, gótico, Renacimiento! Nuestras reacciones ante ellos
se han hecho tan habituales, que casi son ya movimientos reflejos. Sabemos de
antemano el disco que va a rodar dentro de nosotros cuando la obra bella
aparezca. Nos falta toda esperanza de aventura y milagro. Ahora bien; sin estas
dos cosas no hay verdadera emoción estética (…) Y, sin embargo, la verdadera
emoción estética sólo se produce en quien no está dispuesto a tenerla y no ha
preformado el gesto de admiración. Se hace uno el siguiente razonamiento: Si,
en efecto, hay tantas cosas bellas como se dice, una de dos: o su belleza nos
mataría de tanto conmovernos, o es la belleza una sustancia tan tibia e innocua
que no merece la pena de hablar de ella. Yo creo que se ha perdido el sentido
del arte a fuerza de multiplicarlo y abaratarlo. Cuánto mejor considerar el
arte como una aventura que sobreviene alguna que otra vez, muy raramente. Por
lo pronto es una sorpresa (…) De otro modo, si seguimos acumulando admiración,
cada siglo aumentará la mole de presunta belleza, y al cabo de otros mil años
no habrá en el planeta más que cementerios y museos. Conviene arrancar el arte
de las manos del buen burgués, donde ha caído prisionero, y hacerlo
inconfortable; esto es, auténtico” (Ortega y Gasset[1]).
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