“Todo hombre o mujer que llega a madurez sintió en una hora ese gigante
cansancio de vivir sobre sí mismo, de mantenerse a pulso sobre la existencia,
parecido al odium professionis que acomete a los monjes en los cenobios. Es
como si al alma se le fatigasen los propios músculos y ambicionase reposar
sobre algo que no sea ella misma, abandonarse, como una carga penosa al borde
del camino. No hay remedio, hay que seguir ruta adelante, hay que seguir siendo
el que se es... Pero sí, un remedio existe, sólo uno, para que el alma descanse:
un amor ferviente a otra alma. La mujer conoce mejor que el varón este
maravilloso descanso, que consiste en ser arrebatada por otro ser. También aquí
la imagen plástica de arrebato, de rapto, deja rezumar el sentido de la oculta
realidad psicológica. En el rapto, la ninfa galopa sobre el lomo del centauro;
sus pies delicados no pisan el suelo, no se lleva a sí misma, va en otro. Del
mismo modo, el alma enamorada realiza la mágica empresa de transferir a otra
alma su centro de gravedad, y esto, sin dejar de ser alma. Entonces reposa. La
excentricidad esencial queda en un punto corregida: hay, por lo menos, otro ser
con cuyo centro coincide el nuestro. Pues ¿qué es amor, sino hacer de otro
nuestro centro y fundir nuestra perspectiva con la suya?” (Ortega y Gasset[1]).
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