“La modernidad nunca es ella misma: siempre es otra.
Lo moderno no se caracteriza únicamente por su novedad, sino por su heterogeneidad.
(…) La antigua tradición era siempre la misma, la moderna es siempre distinta.
(…) Ni lo moderno es la continuidad del pasado en el presente ni el hoy es el
hijo del ayer: son su ruptura, su negación (…) (A los modernos) no nos
rige el principio de identidad (…) sino la alteridad y la contradicción”
(Octavio
Paz[1]).
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“El hombre moderno vive asomado al mañana
para ver llegar la novedad”
(Ortega y Gasset[2]).
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“Este tipo de vida para el que vivir es
insistir en lo recibido, es el tradicionalismo. Pero he aquí que en el
Renacimiento, de pronto, vira sobre sí mismo el corazón europeo, y se invierte
la actitud de los espíritus. Todas esas tradiciones, todo eso recibido empieza
a aparecer insuficiente, infundado, torpe, absurdo. Las gentes comienzan a
sentir que la vida solo tiene valor si lucha contra todo eso, si se libera de
todo eso. Llevamos sobre todo tres siglos durante los cuales para las gentes
vivir era libertarse de algo, de alguna tradición. Por tanto, llevamos tres
siglos (…) de combate contra lo constituido como tal, contra la autoridad
política, contra el dogma religioso, contra el escolasticismo científico,
contra la norma poética (…) (Se ha impuesto un) sentido de la vida como un
esfuerzo negador (…) En 1870 comienza, con el impresionismo, la gran rebelión
contra las Bastillas pictóricas, contra los Museos y su tradición. También los
pintores van a abrir la serie de los programas subversivos. En fin, hasta (…)
Los títulos de las nuevas ciencias del espacio ostentan a la intemperie su
musculatura negativa: la geometría no-euclidina, no-arquimédica etcétera” (Ortega y Gasset[3]).
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“La modernidad es una separación. Empleo
la palabra en su acepción más inmediata: apartarse de algo, desunirse. La
modernidad (…) es una ruptura continua, un incesante separarse de sí misma; (…)
Como si se tratase de uno de esos suplicios imaginados por Dante (…), nos
buscamos en la alteridad, en ella nos encontramos y luego de confundirnos con
ese otro que inventamos, y que no es sino nuestro reflejo, nos apresuramos a
separarnos de ese fantasma, lo dejamos atrás y corremos otra vez en busca de
nosotros mismos, a la zaga de nuestra sombra. Continuo ir hacia allá, siempre
allá —no sabemos dónde. Y llamamos a esto: progreso” (Octavio Paz[4]).
“Sólo por medio de su absoluta
negatividad puede el arte expresar lo inexpresable, la utopía” (Theodor
W. Adorno[5]).
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“En la actualidad ya no restan más que estas
pasiones: odio, disgusto, alergia, aversión, decepción, náusea, repugnancia o
repulsión. No se sabe lo que se quiere. Pero sí lo que no se quiere. El proceso
de la actualidad es un proceso de rechazo, de desafecto, de alergia. El odio
participa de ese paradigma de pasión reaccionaria: yo rechazo, yo no quiero, no
entraré en el consenso” (Jean Baudrillard, analista de la posmodernidad[6]).
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“Cuando alguien preguntaba a Baudelaire dónde prefería vivir, con un
gesto de dandysmo displicente,
que era, según es sabido, su religión, respondió: «¡En cualquier parte, en
cualquier parte, con tal que sea fuera del mundo!»” (Ortega y Gasset(7)).
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Y SIN EMBARGO…
“Somos
herederos, continuadores siempre. Nada ha empezado con nosotros” (María Zambrano[8]).
(0) PORTADA: Octavio Paz: “Los hijos del limo”, paz-octavio-los-hijos-del-limo.pdf , p. 138.
[1] Octavio Paz: “Los hijos del limo”, paz-octavio-los-hijos-del-limo.pdf , p. 129.
[2] Ortega
y Gasset: “Descreimiento, asfixia y rebelión”, O. C. Tº 5, p. 505.
[3]
Ortega y Gasset: “En un banquete en su honor en ‘Pombo’”, O. C. Tº 6, p. 228.
[5]
Theodor W. Adorno, citado por Ignacio Echevarría en “El odio: una pasión
moderna”, de la obra colectiva “El odio”, Barcelona, Tusquets, 2002, p. 94.
[6] Jean
Baudrillard citado por Ignacio Echevarría en “El odio: una pasión moderna”, de
la obra colectiva “El odio”, Barcelona, Tusquets, 2002, p. 95.
[7]
Ortega y Gasset: “Idea del teatro”, Anejo 1, “Máscaras”, O. C. Tº 7, pp.
468-469.
[8] María
Zambrano: “Hacia un saber sobre el alma”, Barcelona, Planeta De Agostini, 2011
p.119.
Salvo Adorno,propenso a expresiones grandilocuentes sin sustancia, lo demas excelente.Con todo,entiendo que las referencias son a los grandes paradigmas en tanto siempre la realidad ha sido cambiante solo que ahora autorizamos el cambio en materias que entendemos relevantes como la politica o el arte,que a lo mejor a otro ritmo tambien mutaban antes.Para un campesino medieval seguramente seria relevante una lluvia, una sequia, una demora en llegar a la iglesia, la desobediencia de un hijo la ligereza de otro, una inundacion, el paso de las horas del dia o de los años, las estividades religiosas. las exigencias del señor del Feudo...Seguramente esos grandes paradigmas se han acelerado.
ResponderEliminarPerdona, Ernesto, mi tardanza en contestarte. Como aquí, en el blog, no suelo recibir comentarios, me distraje.
EliminarCreo que lo característico del cambio al que se refieren los autores citados, y que entienden como algo característico de la modernidad (especialmente en esta su fase terminal) es, precisamente su negatividad, es decir, el hecho de que se propone frente a todo lo que pretenda afirmarse, tener algún tipo de consistencia. Los cambios son inherentes al hombre, está claro; lo que no es inherente son los cambios respecto de todo, es decir, el cambio como sustancia. Es una idea absurda, porque siempre habría que referir esos cambios a algo preexistente, pero es que a ese absurdo hemos llegado. Adorno, precisamente, denominaba su método "dialéctica negativa". Tristan Tzara consideraba que toda obra que aspirara a ser arte no podía tener referencias en algo previo. Y André Breton, diciéndolo de otra forma, consideraba que la materia del arte era "lo maravilloso", y con ello quería decir lo mismo que Tzara.
No existe , pues, para los mentores de la modernidad, nada sustancial, salvo el cambio mismo. Por eso, cada cual puede escoger "ser" lo que le venga en gana, porque no tiene pasado ni referencias previas a las que sujetarse.