“¿Existe, en efecto, ese progreso? La progresión es siempre relativa a
la meta que hayamos predeterminado (…) En el orden de la velocidad en las
comunicaciones es, evidentemente, el ferrocarril un progreso sobre la silla de
postas y la diligencia. Pero es cuando menos discutible que la aceleración de
los vehículos influya en la perfección esencial de los corazones que en ellos
hacen ruta. Tomad dos épocas de la historia —ilustre la una y sórdida, desdichada,
la otra. Si usando de vuestra reflexión como de un estilete la hincáis bien en
ellas, pronto habréis dejado atrás aquel haz en, que ambas edades se diferenciaban
tanto. La superficie de la una refulgía de armas gloriosas, de imperios vastos
y magnificentes, de galas suntuarias y artísticas, de buena gracia en los
modales y de esprit en las letras. La
época humilde y enferma mostraba una superficie arrugada y contraída, llena de
privaciones, de inelegancia, falta de esplendor: todo parece haber perdido su
brillo, todo es ruina sorda y parda. Hincad más allá la atención, penetrad en
el cuerpo de la vida hasta estratos más profundos y veréis disminuir la
discrepancia. Habrá un momento en que el estilete parecerá punzar el centro
mismo cordial de una y otra edad: a vuestro oído llegará entonces una misma,
idéntica quejumbre. El hombre de la época espléndida y el de la época
desventurada sienten la misma desazón radical ante la existencia. ¿Quién se
acuerda, al llegar a esta latitud de los valores vitales, quién se acuerda de
la opulencia o la pobreza que había en la superficie? Si es la vida una
angustia exhalada en un bostezo, ¿qué más me da bostezar a un cosmos organizado
según Ptolomeo, que a un orbe obediente a Copérnico?” (Ortega y Gasset[1]).
[1]
Ortega y Gasset: “Azorín: primores de lo vulgar”, en “El Espectador”, Vol II,
O. C. Tº 2, Madrid, Alianza. 1983, p. 163.
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