Obra de Frederic William Burton |
“La circunstancia –esa
rencorosa carcelera de nuestra libertad”: así llamaba María Zambrano[1],
discípula de Ortega, a la circunstancia. Efectivamente, no tenemos más remedio
que realizar nuestra vida en la circunstancia que nos haya caído en suerte.
Pero Ortega habla (en la publicación anterior) de que el horizonte de nuestra
percepción (lo que podemos ver y tocar) no alcanza a cubrir el horizonte de la
realidad. La realidad (la verdad), pues, no nos viene dada, hay que
descubrirla. ¿Y cómo es que sabemos de ella si no llegamos a percibirla? No por
algo que esté en las cosas (en lo que es perceptible), sino por algo que
emitimos nosotros sobre las cosas, “una
como sensibilidad para lo que aún no está ante nosotros, para lo ausente,
desconocido, futuro, remoto y oculto”, decía Ortega[2];
que es lo que Leibniz llamaba “percepturitio”.
Gracias a eso vamos descubriendo lo que a la realidad evidente (es decir,
incompleta) le falta, y vamos así perfeccionándola.
En
su manera de entender el amor, Ortega considera que cuando nos enamoramos, no
solo lo hacemos de la persona visible, evidente, sino que investimos a esa
persona de aquella “como sensibilidad…”
que decíamos ahí arriba. Apreciamos no solo lo que esa persona es de hecho,
sino también lo que potencialmente es, nuestro amor nos permite verla como si
la empujáramos en la dirección de lo que le falta. Nos enamoramos, pues,
(…Ortega dice que no es nada fácil llegar a experimentar el amor) de la persona
tal como es… más de lo que le falta, y que nuestro personal bagaje espiritual
es capaz de descubrir y proyectar (por eso, no nos enamoramos de cualquiera;
contamos con una prefiguración de quién ha de ser). Enamorarse sería así un
caso particular y especialmente cualificado de esa propensión que, según María
Zambrano, nos empuja a “Tratar
a todos, a cualquiera, mejor de lo que se merece, (que) a veces es la única
manera de tratar a alguien como de verdad se merece” (3).
[2] Ortega
y Gasset: “Ideas sobre Pío Baroja”, El Espectador, Vol. 1, O. C. Tº 2, p. 77.
[3] María
Zambrano: “Delirio y destino”, Madrid, Mondadori, 1989, pág. 93.
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