“La diferencia capital entre el hombre de las
civilizaciones arcaicas y el hombre moderno, ‘histórico’, está en el valor
creciente que este concede a los acontecimientos históricos, es decir, a esas
‘novedades’ que, para el hombre tradicional constituían hallazgos carentes de
significación, o infracciones a las normas” (es decir, lo nuevo era lo que venía a
cuestionar lo establecido, lo habitual y que parecía seguro) (Mircea
Eliade[1]).
“El
hombre moderno vive asomado al mañana para ver llegar la novedad” (Ortega y Gasset[2]).
“Hacia 1560 comienzan a sentir las entrañas
europeas una inquietud, una insatisfacción, una duda de si es la vida tan
perfecta y cumplida como la edad anterior creía” (Ortega y
Gasset[3]).
“(Hacia el siglo XVI) De la noche a la mañana, las
certidumbres se convierten en dudas, cualquier cosa perteneciente al ayer
parece tener milenios y se descarta (…) el desasosiego fermenta en los países,
el miedo y la impaciencia alientan en las almas” (Stefan Zweig[4]).
“Los últimos años del siglo XV y los
primeros del XVI indican uno de los momentos de la historia en que el
Apocalipsis se apoderó con más fuerza de la imaginación de los hombres (…)
Reina entonces una atmósfera de fin del mundo (…) Esos terrores (…) unieron las
dos orillas del corte artificialmente establecido entre Edad Media y
Renacimiento. Han sido contemporáneos del nacimiento del mundo moderno” (Jean Delumeau[5]).
[1] Mircea
Eliade: “El mito del eterno retorno”, Madrid, Alianza, 1979, p.141-142.
[2] Ortega
y Gasset: “Descreimiento, asfixia y rebelión”, O. C. Tº 5, p. 505.
[3] Ortega
y Gasset: “Notas de andar y ver. Viajes, gentes, países”, Madrid, Alianza,
1988, p. 56.
[4] Stefan
Zweig: “Erasmo de Rotterdam”, Barcelona, Paidós, 2006, pp. 29 y 33.
[5]
Jean Delumeau: “El miedo en Occidente”, Madrid, Taururs, 2012, p. 251.
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