El descubrimiento del cero vendría a
ser, quizás, el punto de inflexión más importante a la hora de situar esa
diferencia entre Oriente y Occidente. Para Oriente, la vida es una carga; Buda
la identifica con el sufrimiento. El infinito, visto desde este punto de vista,
es un horror, viene a anunciar el samsara, la rueda de las reencarnaciones
(¡qué pesadez!, dicen por allí), de la que hay que liberarse, para llegar al moksha.
Lo bueno, pues es regresar a la nada, al vacío original… al punto cero de la
existencia. Y van los hindúes y los árabes e inventan, consecuentemente, el
cero, posiblemente su mejor invento.
Los grecorromanos, por el contrario,
sufrían de “horror vacui”, así que definían el espacio por los objetos que lo
pueblan. Los cristianos vinieron a completar la idea: todo fue creado por Dios
de la Nada. La Nada no va a ser un punto de llegada, como para los orientales,
sino un punto de partida hacia el Todo, hacia el infinito. El
greco-romano-cristiano (es decir, Occidente) no va a querer liberarse de la
vida, sino que va a aspirar a la vida eterna. El occidental entenderá el cero,
el vacío, no como algo en lo que instalarse, sino como algo que hay que llenar.
Así lo ratifica María Zambrano, que dice: “El hombre podría definirse –una
de tantas posibles definiciones– como el ser que alberga dentro de sí un vacío
(…) un vacío que ha de llenarse”[1].
Fue en el Renacimiento cuando estas dos maneras de mirar, Oriente y
Occidente, se escindieron definitivamente. Giordano Bruno aún pagó en la
hoguera su sesgo hacia el infinito, es decir, hacia la lejanía, que es lo que
por entonces empezó a interesar. La lejanía en términos temporales es el
futuro; y es lo que había que llenar. Sobre esa base apareció la idea de
progreso, que junto al método científico de Galileo sentaron las bases de la
Revolución científica, después la Revolución técnica, el evolucionismo… y
llegamos hasta lo que hoy es Occidente.
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