"Automat"-Edward Hopper |
“No contento con producir el
aislamiento, el sistema engendra su deseo, deseo imposible que, una vez
conseguido, resulta intolerable: cada uno exige estar solo, cada vez más solo y
simultáneamente no se soporta a sí mismo, cara a cara. Aquí el desierto ya no
tiene ni principio ni fin” (Gilles Lipovetsky[1])
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“Hombres y mujeres siguen aspirando
a la intensidad emocional de las relaciones privilegiadas (quizá nunca hubo una
tal «demanda» afectiva como en esos tiempos de deserción generalizada), pero (…)
cuanto más la ciudad desarrolla posibilidades de encuentro, más solos se
sienten los individuos (…) más rara es la posibilidad de encontrar una relación
intensa. En todas partes encontramos la soledad, el vacío, la dificultad de
sentir, de ser transportado fuera de
sí; de ahí la huida hacia adelante en las «experiencias» que no hace más
que traducir esa búsqueda de una «experiencia» emocional fuerte. ¿Por qué no
puedo yo amar y vibrar? Desolación de Narciso, demasiado bien programado en
absorción en sí mismo para que pueda afectarle el Otro, para salir de sí mismo,
y sin embargo insuficientemente programado ya que todavía desea una relación
afectiva” (Gilles Lipovetsky[2]).
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“«No exactamente una idea, sino una
especie de iluminación... Si eso es; vete, Bruno. Déjame sola.» ‘La mujer zurda’, la novela de P.
Handke cuenta la historia de una chica que sin ninguna razón, sin objetivo, le pide a su marido que la deje
sola con su hijo de ocho años. Exigencia ininteligible de soledad que no debe
ni mucho menos achacarse a una voluntad de independencia o de liberación
feminista. Todos los personajes se sienten igualmente solos, la novela no puede
reducirse a un drama personal; por lo demás, ¿qué cuadrícula psicológica o
psicoanalítica podría explicitar lo que precisamente se presenta como algo que
escapa al sentido? (…) la soledad se ha convertido en un hecho, una banalidad al igual que los
gestos cotidianos (…) Después de la deserción social de los valores e
instituciones, la relación con el Otro es la que sucumbe, según la misma
lógica, al proceso de desencanto. El Yo ya no vive en un infierno poblado de
otros egos rivales o despreciados; lo relacional se borra sin gritos, sin
razón, en un desierto de autonomía y de neutralidad asfixiantes. La libertad,
como la guerra, ha propagado el desierto, la extrañeza absoluta ante el otro.
«Déjame sola», deseo y dolor de estar solo. Así llegamos al final del desierto;
previamente atomizado y separado, cada uno se hace agente activo del desierto,
lo extiende y lo surca, incapaz de «vivir» el Otro” (Gilles Lipovetsky[3]).
[1] Giles
Lipovetsky: “La era del vacío”, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 48.
[2] Gilles
Lipovetsky: “La era del vacío”, Barcelona, Anagrama, 2002, pp. 77-78.
[3] Giles
Lipovetsky: “La era del vacío”, Barcelona, Anagrama, 2002, pp. 47-48.
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