Para Kant, el mundo en sí es un “caos de sensaciones”. Somos nosotros,
los sujetos, los que le damos sentido y orden a través de nuestras formas a
priori del conocimiento, que nos permiten generar conceptos que añadimos a los
datos de la experiencia. De aquí la idea hoy vigente de que la realidad es una
“construcción social”, es decir, que, a partir de lo que nos dan los sentidos,
añadimos a esa realidad una forma y un orden que en sí misma no tiene; y como
es cosa subjetiva, podemos dar a esa realidad la forma que nos parezca; da
igual una que otra, dirán los hoy partidarios de la llamada “diversidad” o
“identidad fluida”. Pero hay una forma orteguiana de ver todo esto y superar
así a Kant y a sus posmodernos herederos. De la mesa, por ejemplo, sobre la
cual escribo, los sentidos solo me aportan su anverso y un par de patas. Para
llegar hasta el concepto “mesa” tengo que añadir algo que no me aportan los
sentidos… ¡pero no vale cualquier cosa! La mesa que está ahí, y en general, la
circunstancia, imponen límites y exigencias a mi “construcción”, a mi concepto.
La forma, el orden están ahí afuera, no son una invención cualquiera mía. “El
dato radical (…) es una coexistencia de mí con las cosas”, dice Ortega;
no, por tanto, una construcción mía, de cada sujeto (Ortega y Gasset[1]).
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