“Casi siempre acontece lo mismo con las grandes
ideas: las vemos a un tiempo fuera y dentro, como verdades y como deseos, como
leyes del cosmos y confesiones del espíritu. Tal vez es imposible descubrir
fuera una verdad que no esté preformada, como delirio magnífico, en nuestro
fondo íntimo” (Ortega y Gasset[1]). Se hace necesario
conjugar esta idea con otra, también de Ortega… y de Heráclito, según la cual
la verdad se esconde, nunca es del todo evidente: es aquello de que el bosque (su
verdad) nunca lo llegamos a ver, solo está a nuestro alcance la primera fila de
árboles. Lo manifiesto, pues, es solo anuncio, anticipo de lo que
auténticamente es, y que se mantiene como latencia. ¿Cómo se puede entonces “descubrir
fuera una verdad”, una verdad no evidente, escarbando en “nuestro
fondo íntimo”? La parte ausente de las cosas, lo que estas ocultamente son,
necesita de nuestra fe, de nuestro Deseo de más, para tener virtualidad. Es ese
Deseo –lo que en nosotros echamos en falta– el encargado de indagar en el
misterio o latencia de las cosas –lo que a ellas les falta. Ese Deseo es el
amor. Y en suma, “no basta la agudeza intelectual para descubrir una cosa nueva. Hace
falta entusiasmo, amor previo por esa cosa (...) Sólo se encuentra lo que se
busca y el entendimiento encuentra gracias a que el amor busca” (Ortega
y Gasset[2]).
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