Ortega recomendaba: “En vez de derramar llanto sobre nuestras limitaciones, debemos utilizarlas como saltos de agua para nuestro beneficio”[1]. No es hablar por hablar: la vida consiste en eso, en aprovechar la energía que brota de nuestra vitalidad de una forma que, si no encontramos para ella un destino productivo, se convertirá en lo que Jung llamaba nuestra “sombra”, y nos perseguirá atormentándonos y alimentando nuestros trastornos psíquicos.
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No es un asunto fácil de despachar este de la culpa del que
trataba la publicación anterior. Se suele achacar a la educación recibida, pero
se trata, sin duda, de algo más profundo. Es un asunto que tendemos a vivir de
manera diferente hombres y mujeres. Tiene que ver con lo que en psicología se
llama “locus de control”, el ámbito en el que se sitúa la responsabilidad por
lo que pasa: los hombres tendemos a achacarla a factores externos, es decir,
que sentimos que el culpable es el mundo, y, consiguientemente, nuestro empeño
se dirige más a cambiar el mundo. Las mujeres tienden a responsabilizarse ellas
mismas de lo que pasa, se sienten más preferentemente culpables en primera
persona, y más que con el mundo entran en conflicto consigo mismas. En
correspondencia, los índices de afectación por trastorno varían también: en el
extremo, los hombres somos más propensos a la esquizofrenia y las mujeres a la
depresión (son datos contrastados estadísticamente).
En fin, que estamos hablando de predisposiciones innatas,
que no se pueden contravenir; todo lo más, buscar cómo conducirlas. Y podemos
encontrar ayuda a la hora de llevar a cabo esta tarea en cosas como esta que
dice Viktor E. Frankl: “El hombre está
siempre orientado y ordenado a algo que no es él mismo; ya sea un sentido que
ha de cumplir ya sea otro ser humano con el que se encuentra. En una u otra
forma, el hecho de ser hombre apunta siempre más allá de uno mismo, y esta
trascendencia constituye la esencia de la existencia humana”[2]. O sea, que la manera de conducir esa predisposición
culpabilizadora para amortiguar su mordedura es hacerla productiva: o bien a
través de la entrega a otras personas o bien de la entrega a una tarea. Por
eso, Frankl, en su psicoterapia, entendía que cuando las cosas llegan al
extremo de sufrir una neurosis, proponía enfrentarla de esta manera: “(En la terapia de la neurosis) lo que
importa es la entrega a una tarea, quiero decir, a una tarea personal y
concreta que debe ir perfilándose y aclarándose en el decurso del
correspondiente análisis existencial”[3]. Por ahí vendría el genuino “psicofármaco”
con el que contrarrestar el metafísico sentimiento de culpa.
[1] Ortega
y Gasset: “El hombre y la gente”, O. C. Tº 7, p. 231.
[3] Viktor
E. Frankl: “Ante el vacío existencial. Hacia una humanización de la
psicoterapia”, Barcelona, Herder, 1980, p. 53.
Muy edificante
ResponderEliminarMuchas gracias, amigo.
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