“(La
juventud) es la etapa formidablemente egoísta de la vida. El hombre joven vive
para sí. No crea cosas, no se preocupa de lo colectivo. Juega a crear cosas
(…), juega a preocuparse de lo colectivo (…) Mas, en verdad, todo ello es
pretexto para ocuparse de sí mismo y para que se ocupen de él. Le falta aún la
necesidad sustancial (…) de poner su vida en serio y hasta la raíz a algo
trascendente de él, aunque sea sólo a la humilde obra de sostener con la de uno
la vida de una familia.”
“En cuanto a los mayores de sesenta años, ¿es
que no tienen ya papel en esa realidad histórica? Sí que lo tienen, pero
sumamente sutil. (…) Su intervención en la historia (es) excepcional (…) es,
por esencia, un superviviente y actúa, cuando actúa, como tal superviviente.
Una veces porque es un caso insólito de espiritual frescor que le permite
seguir creando nuevas ideas o eficaz defensa de las ya establecidas. Otras, las
normales, se recurre (a él) precisamente porque ya no vive en esta vida, está
fuera de hecho, ajeno a sus luchas y pasiones. Es superviviente de una vida que
murió hace quince años”
(Ortega y Gasset[1]).
 
 
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