Rob Gonsalves |
El mundo real, ese ante el que se doblegan los materialistas,
nos encoje, resta de nosotros capacidades, trata de acoplarnos a sus
insuficiencias. Hacia él nos retrotrae la experiencia, la comprobación de que
las cosas nos entregan siempre menos de lo que de ellas esperábamos. La
realidad es lo que siempre nos espera al final de nuestras decepciones. Pero, en
el fondo, si las cosas no se tuercen, somos mucho más generosos de lo que nos
permite la realidad. Si por nosotros fuera, el mundo sería lo que de él exigen
nuestros ideales, allí todo sería espléndido y superlativo.
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“¿Qué se ha propuesto la naturaleza al dotarnos de esas potencias
generosas? ¿Cómo se explica que la reacción primera del hombre sea imaginar las
cosas mejores de lo que son y como Don Quijote tratar de hidalgo al Caballero
del Verde Gabán y de licenciado al bachiller? Mal problema para una biología
utilitaria que se obstina en definir la vida como un mecanismo de adaptación.
Este fenómeno tan general y básico nos hace asistir a una escena contraria.
Puesto ante lo real el adamita comienza por exorbitarlo y suplantarlo, es
decir, por inadaptarse concienzudamente. En el comienzo fue la exageración —con
permiso de los lingüistas diré: la superlación. ¡Bien por la fantasía hija de
Júpiter! —dice Goethe. ¡Fantasía, divino soplo generoso que llena al paso
cualquier vela y empuja todo a su perfección!”(Ortega y Gasset (1)) .
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