A la ensoñación que al hombre
primitivo le procuraban los estupefacientes se accedía a través de rituales
sagrados, los mismos de los cuales el vino consagrado de la misa cristiana es
una reminiscencia. La oración monótona y repetitiva, el hipnótico ritmo regular
de un tambor, la privación sensorial, el ayuno... son otros tantos métodos de
acceso alucinatorio o pseudoalucintorio a la realidad alternativa que nos
permita evadirnos de este valle de lágrimas. Esa ensoñación buscada es, en
última instancia, la misma que está en el origen de la literatura (que en un
principio fue teatro sacralizado) y el arte en general: la pintura de las
cuevas prehistóricas, por ejemplo, no era “arte por el arte”, sino un medio de
comunicación con el mundo sagrado (los tótem) que bullía detrás de las paredes
de la cueva. El arte, en fin, tiene un origen sagrado, y está vinculado en ese
origen con las ensoñaciones a las que se accedía a través de los
estupefacientes y el resto de los métodos de estimulación de la fantasía.
El caso es que tanto esa embriaguez
litúrgica como la razón son, las dos, modos de escapar de la realidad patente.
La razón lo hace creando conceptos, que son formas ideales que vienen a
sustituir a las (comparadas con esos ideales) deficientes cosas concretas. Todo
concepto es una exageración, una ampliación de las cosas concretas en la
dirección de su ideal: Platón imaginó un ámbito extramundano en el que hacer
residir esas “ideas” o ideales, de los cuales las cosas de la realidad patente
eran meras imitaciones. La razón, pues, genera ideales(formas perfectas), esas
exageraciones que habitan más allá del mundo tangible; redondea, completa,
perfecciona imaginariamente las cosas concretas que habitan en el mundo que nos
rodea, y nos empuja en la dirección de esos ideales creados por ella. Es decir,
que la razón no es tanto un medio de acceso a la realidad tangible, como (de
forma en alguna medida asimilable a la embriaguez) una manera de escapar de
esta hacia la realidad ideal.