Gráfico extraído de https://bit.ly/3A0JjtZ |
La realidad es aquello que nuestras creencias dictaminan
como tal. Se refieren estas a todo lo que, sin cuestionárnoslo, damos por
hecho, contamos con ello. Están encargadas esas creencias de proporcionar
certidumbre y seguridad, aunque acotan la vida dentro de pautas preestablecidas
y aconteceres previsibles. Cuando las creencias fallan y los hombres dejan de
saber a qué atenerse en la vida, están obligados a pensar, a sustituir las
creencias que han fenecido por ideas: se hace preciso pensar como recurso alternativo
para volver de nuevo a saber a qué atenerse. Correlativamente, cuando caen las
creencias, al abrirse el mundo a nuevas expectativas se adquiere libertad. “Claro
que esta libertad, como toda libertad –dice Ortega–, suponiendo que esta sea una joya,
se paga cambiando la seguridad de la creencia con la perplejidad, la
inseguridad, la zozobra, el titubeo, la fluctuación, en suma, con la
incertidumbre ante las «ideas». La incertidumbre, que (el hombre) desconocía
mientras creía, le descubre que «necesita estar en lo cierto». Y si es pura
sangre, un ansia infinita de certidumbre se apodera de él, y vivirá sin
sosiego, azorado, en gran turbación, hasta que no logre fabricarse para la
creencia fracturada el aparato ortopédico que es una certitud”[1].
El tiempo presente ha visto desaparecer o diluirse en
Occidente las creencias más básicas que antes daban solidez y seguridad en
medida suficiente a los hombres. Y todavía no hay un mínimo de ideas
compartidas sobre las que instalar nuevas seguridades. Mientras tanto, por
debajo de las grandes facilidades y posibilidades con que el hombre de hoy
cuenta, subsiste en su alma esa gran turbación a la que Ortega se refiere.
[1]
Ortega y Gasset: “La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría
deductiva”, O. C. Tº 8, p. 290.
No hay comentarios:
Publicar un comentario