Oleg Shuplyak |
“En el huerto hay dos rosales: uno es
el que despunta en abril el jardinero con sus tijerones rojos de orín; otro es
ese mismo rosal que se espeja en el aljibe tembloroso. El primero me da su olor
y una lección de botánica; el segundo —me decís— es una ilusión. Pues bien: yo
insisto en que debemos aprender a respetar los derechos de la ilusión y a
considerarla como uno de los haces propios y esenciales de la vida. Separemos
lo real de lo imaginario; pero conservemos ambos mundos y sometamos cada cual a
su exclusivo régimen. Nada, pues, de turbios misticismos que nacen de la
confusión de fronteras. Hagamos una física lo más rigorosa que podamos:
experimentemos, midamos, cortemos los tejidos con el micrótomo, distendamos los
poros de la materia para ver bien su estructura. Pero no gastemos en eso toda
nuestra energía mental: reservemos buena parte de nuestra seriedad para el
cultivo del amor, de la amistad, de la metáfora, de todo lo que es virtual” (Ortega y
Gasset[1]).
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Gracias al poder amplificador de la metáfora engarzada con la ilusión,
podemos, por ejemplo, ir al teatro y, dejando aparcado nuestro ser real,
explorar imaginariamente lo que de Hamlet hay en nosotros y así vislumbrar
posibilidades que son inaccesibles para quien vive solo en el mundo real.
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