Resumen: una
sociedad se mantiene estable cuando las fuerzas que aglutinan sus partes
componentes prevalecen sobre las fuerzas disgregadoras, las que oponen a las
partes entre sí y con el todo. Un estupendo caldo de cultivo, sobre todo
emocional, para la desestabilización de una sociedad son las movilizaciones
callejeras en favor de las fuerzas disgregadoras.
En una de sus sorprendentes e ilustrativas indagaciones
etimológicas, Ortega nos descubre que “ser” viene de “sedere”, “estar sentado”;
es decir, que aquello que aspire a llegar a ser ha de alcanzar, para
conseguirlo, un estado de reposo, de permanencia, de quietud sedentaria que
pueda superponer al caos, la improvisación y el deambular errático que
caracterizan el previo no ser. Lo cual, cuando estemos hablando de cosas que al
hombre conciernan, habremos de saber que ha de hacerse compatible con el hecho
de que la vida no consiente tampoco la inmovilidad, puesto que, como decía María
Zambrano, “vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia…
siempre más allá”.
¿Cuándo una sociedad adquiere su ser? Habrá que entender que
cuando el conjunto de las interacciones humanas en que consiste encuentre un
marco estable en el que desenvolverse, una estructura o modo de organizarse
aceptado y compartido por los individuos que la componen, los cuales consienten
en supeditar sus planes personales a los acotamientos que impone el interés
común. Ese marco común lo conforman las instituciones, y su sentido podríamos
concretarlo en el hecho de que, a través de ellas, el todo social prevalece
sobre las partes. Es a esto a lo que Aristóteles se refería cuando decía en su
“Política”: “Debe considerarse a la ciudad como anterior a la familia y aun a cada
uno de nosotros, pues el todo necesario es primero que cada una de sus partes;
una vez destruido el todo, ya no hay partes (…) porque la mano separada del
cuerpo no es ya una mano real (…) La naturaleza arrastra, pues, instintivamente
a todos los hombres a la acción política”.
Cuando los individuos dejan de atenerse a las exigencias de
ese marco común, cuando los intereses y pretensiones particulares o grupales
chocan unos con otros, cuando lo que disgrega es más que lo que aglutina, la
sociedad se desestabiliza, las normas de convivencia se diluyen, sobreviene el
caos y, finalmente, la sociedad desaparece, deja de ser. Rostovtzeff, un
conspicuo historiador de la Grecia y Roma clásicas, habla así de la
disgregación social que existía en los tiempos en los que la caída del Imperio romano
era inminente: “Los campesinos odiaban a los terratenientes y a los funcionarios; el
proletariado de las ciudades odiaba a la burguesía urbana, y el ejército era
odiado por todos, incluso por los campesinos...”. La unidad nacional
romana se fue, por tanto, deshilachando… Reinaba la disociación. Las fuerzas
disgregadoras empezaron a prevalecer sobre las aglutinantes. Roma, finalmente,
dejó de ser.
En la manifestación feminista del 8 de marzo de 2018 |
Podríamos concluir, en función de lo dicho, que las crisis
sociales que ponen en peligro la existencia misma de la sociedad, están
determinadas por la irrupción de factores de disgregación protagonizados por
las partes que amenazan con prevalecer sobre las fuerzas aglutinantes, poniendo
en peligro la existencia del todo. De entre los muchos ejemplos posibles que la
historia pone a nuestro alcance de ese tipo de crisis, escogeremos uno
suficientemente representativo y evocador que dejó en España heridas que aún
hoy no están suficientemente suturadas: el que se corresponde con el período
que transcurre entre la llamada Revolución Gloriosa de 1868 y el fin de la
Primera República, en 1874, el llamado Sexenio Democrático, pletórico de buenas
intenciones, pero en donde la acumulación de factores de disgregación social
alcanzó un grado paroxístico.
En los años previos se habían ido acumulando ya factores de
desestabilización que cristalizaron en el Pacto de Ostende de 1866 entre
progresistas y demócratas, promovido por el general Prim, en el que se planteó que
se imponía derrocar la Monarquía de Isabel II y nombrar un Gobierno provisional
que se encargara de buscar una nueva dinastía que sustituyera a la borbónica e
implantase la soberanía única de la nación y el sufragio universal. De aquello
se siguió un pronunciamiento militar que condujo finalmente a la abdicación de
la reina Isabel, que inmediatamente se exilió en septiembre de 1868.
El general Serrano fue nombrado regente y el general Prim,
jefe del Gobierno. Este último se encargó de buscar un nuevo rey para sustituir
a Isabel II, y al final el elegido por las Cortes Constituyentes fue Amadeo de
Saboya, coronado rey de España el 2 de enero de 1871, inmediatamente después
del atentado en el que, precisamente, murió el general Prim, su principal valedor.
El propio rey, desprovisto de apoyos suficientes, abdicó en febrero de 1873,
empujando casi de modo inevitable a la proclamación de la I República. Antes
había rebrotado un nuevo ramal disgregador: los seguidores del pretendiente
Carlos VII, viendo la debilidad del estado, declararon la Tercera Guerra Carlista.
El 11 de febrero de 1873, al día siguiente de la abdicación de Amadeo I, las
Cortes proclamaron la República.
Ganaron posiciones los republicanos federales, que aspiraban
a hacer de España una Federación de estados soberanos. El 8 de junio se proclamó
la República Federal: nuevo factor disgregador de una nación que hasta entonces
era unitaria. Un federalista moderado, Estanislao Figueras, fue el primer
presidente del poder ejecutivo. En una reunión del Consejo de Ministros celebrada
el 9 de junio de 1873, después de numerosas discusiones sin llegar a ningún
acuerdo para superar la crisis institucional que atravesaba el país, al
parecer, el presidente Figueras agotó su paciencia y, en un momento de la
sesión, exclamó: “Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos
nosotros”. Acto seguido, abandonó la sala. Al día siguiente, dejó una
carta con su dimisión al vicepresidente del Parlamento, y, sin más avisos,
cogió un tren a París para no volver más. Había durado en el Gobierno cuatro meses.
Le sustituyó el también republicano federal Pi y Margall, que,
para llevar adelante su idea de República Federal, promovió la división de
España en 17 estados soberanos. Apenas había asumido su cargo, empezó a ser
acosado por los intransigentes de su propio partido, que exhortaron a la
inmediata y directa formación de cantones, para construir la República “de
abajo arriba”, lo que supondría el inicio de la rebelión cantonal. El sector
moderado de su partido, viéndolo desbordado, retiró su apoyo a Pi y Margall y
le hizo dimitir. Había durado en el cargo treinta y siete días. Le sucedió otro
moderado entre los republicanos federales: Nicolás Salmerón. El nuevo
presidente del Ejecutivo renunció pronto también a su cargo porque no quiso
firmar las sentencias de muerte de varios soldados acusados de traición, ya que
era absolutamente contrario a la pena de muerte. Había durado en el cargo tres
meses. Para sustituirle las Cortes eligieron el 7 de septiembre a Emilio
Castelar, que se mantendría hasta enero de 1874. Entonces se sometió a una
moción de confianza en las Cortes, que perdió. En resumen: cuatro jefes de Gobierno
en menos de dos años, algo que por sí solo ya sería expresivo de la
inestabilidad política por la que atravesaba la sociedad española. Tras la
dimisión de Castelar, fuerzas de la Guardia Civil y del Ejército, al mando del capitán
general Pavía, entraron en las Cortes y las suspendieron. El general Serrano
fue nombrado jefe del nuevo Gobierno en calidad de dictador. El 29 de diciembre
de 1874, el general Arsenio Martínez Campos se pronunció en Sagunto a favor de
la restauración de la monarquía borbónica en la persona de don Alfonso de
Borbón, hijo de Isabel II. Serrano optó por no presentar resistencia.
Ya con la proclamación de la República, se habían empezado a
producir estallidos en la calle y huelgas revolucionarias. Más la Tercera
Guerra Carlista (1872-1876). Más la Primera Guerra de Cuba (1868-1878). Más el
incremento del bandolerismo. Más crisis económica y malas cosechas varios años
por la sequía, más intrigas políticas permanentes, más la aparición de
organizaciones obreras radicales, marxistas y, sobre todo en España,
anarquistas… En 1871 tuvo lugar el movimiento revolucionario de la Comuna de
París, en la que coyunturalmente tomaron el poder los activistas
revolucionarios. Los movimientos utópicos de la Comuna enseguida sintonizaron,
no solo con sus correligionarios españoles, sino también con la rebelión
cantonalista (muchos de sus protagonistas vinieron a España una vez fracasada
la Comuna y prosiguieron aquí su activismo), porque, como siempre ocurre, saben
que sus ideas encuentran el caldo de cultivo apropiado cuando el estado se
desestabiliza, y la descomposición del territorio es una forma estupenda de socavar
el poder del estado (hoy mismo está ocurriendo esa confluencia de intereses
entre los nacionalismos independentistas, que aspiran a la descomposición
territorial, y la extrema izquierda que ve en ello una forma de debilitar al
estado).
Pero aún queda por citar lo peor de todo aquel maremágnum de
descomposición: la locura de la rebelión cantonalista. Imbuidos de la ideología
federalista, pero sobrepasando los planteamientos de los federalistas moderados,
los más extremistas empezaron a proclamar los cantones independientes, que se
sublevaron inmediatamente contra el Gobierno republicano. Aparecieron cantones
que se declararon independientes a lo largo de toda la geografía española,
especialmente en el Levante y Andalucía (entre la guerra carlista y los
cantones, 32 provincias españolas estaban en pie de guerra): Alcoy, en donde
además se produjo un movimiento revolucionario obrero, Cádiz, San Fernando,
Sevilla, La Línea de la Concepción, Málaga, Coria, Salamanca, Ávila, Betanzos,
Camuñas, Murcia, Caravaca, Jumilla, Ricote, Cieza, Lorca, Pliego... se declaran
estados independientes. El cantón de Sevilla declara la guerra al de Utrera.
Granada declaró la guerra a Jaén. Jumilla amenaza con la guerra a todas las
naciones vecinas a través de un bando en el que proclama: “La nación de Jumilla desea estar
en paz con todas las naciones extranjeras, y sobre todo con la nación murciana,
su vecina. Pero si esta se atreve a desconocer nuestra autonomía y a traspasar
nuestras fronteras, Jumilla se defenderá como los héroes del 2 de mayo y
triunfará en la demanda, y amenaza con no dejar en Murcia piedra sobre piedra”.
Sin embargo, el prototipo y símbolo de todos los cantones será
el de Cartagena, que se declaró independiente el 12 de julio de 1873. La flota
que allí estaba radicada también se proclama cantonalista y recorrerá la costa
exigiendo, por ejemplo, a Torrevieja una cantidad de dinero para la causa;
posteriormente pasan a Alicante y exigen también dinero, y como los alicantinos
se niegan, les confiscan un barco. Lo mismo hacen en Almería y Motril. El
gobierno cantonal cartaginés incluso acuñó moneda propia. Cartagena, cómo no,
declara la guerra al estado español. La última acción del gobierno cantonalista
de Cartagena fue mandar una carta al presidente de Estados Unidos para
solicitarle que les admitieran como un estado más de aquella nación.
Finalmente, asediada por el ejército español, Cartagena se rinde, pero queda
destruida; solo 24 casas de toda la ciudad quedaron indemnes.
Hegel explicaba que en tiempos de grave crisis social, “los
individuos se retraen en sí mismos y aspiran a sus propios fines (…) Esto es la
ruina del pueblo; cada cual se propone sus propios fines según sus pasiones”.
Donde pone “individuos” pongamos también “grupos particulares”. Si alguien
quiere destruir el estado, lo que tiene que hacer es azuzar a unos grupos
contra otros: obreros contra empresarios, mujeres contra hombres, unas regiones
contra el conjunto del estado, los pensionistas contra la Administración… En el
caldo de cultivo que producen esos enfrentamientos entre las partes y entre
estas y el todo, las ideologías extremistas prosperan. Es algo que sabía muy
bien el nefasto ex presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez
Zapatero, que, en vísperas de las elecciones generales del 9 de marzo de 2008,
al final de una entrevista con Iñaki Gabilondo, y cuando este, ya de pie y creyéndose
fuera de micrófono, pero con él aún funcionando, le preguntó: “¿Qué
pinta tienen los sondeos que tenéis?”. Zapatero, candidato a la
reelección por el PSOE, le contestó: “Bien, sin problemas, lo que pasa es que nos
conviene que haya tensión”. Esa estrategia de la tensión ya la había
utilizado, y con mucha eficacia, con las movilizaciones por el hundimiento del
“Prestige” en 2002, así como las de protesta contra el Gobierno por la guerra
de Irak (en la que España, sin embargo, no participó), y, sobre todo, cuando
consiguió algo único en el mundo después de un atentado de aquella gravedad:
fue el del 11 de marzo de 2004, en que buena parte de la población se rebeló no
contra los presuntos autores, sino contra su gobierno.
Manifestación feminista-8 de marzo de 2018 |
La necesidad de que haya tensión, de que las instituciones
entren en crisis, de que el poder del estado se debilite para así ellos
prosperar, es algo que también saben, incluso mejor que Zapatero y sus epígonos,
los dirigentes de Podemos, que recurrentemente proponen sustituir la democracia
parlamentaria por la “democracia de la calle”, y que, al igual que el PSOE
desde Zapatero, pero con más decisión incluso, se alían con las fuerzas
disgregadoras del separatismo. El 26 de febrero pasado, Pablo Echenique,
Secretario de Organización de Podemos, sin duda apremiado por unas encuestas
que, a raíz del movimiento aglutinante que surgió en España después del
referéndum separatista catalán del 1 de octubre de 2017, les auguraban una
importante caída, se apresuró a declarar que Podemos llamaba “a una
primavera de movilizaciones” y anunciaba que hará “todo lo posible” para
que triunfe. Sabe Echenique, evidentemente, que las movilizaciones, sobre todo
si son callejeras, al margen de las instituciones, de las partes contra las
partes y de las partes contra el todo, van unidas al crecimiento de los
extremismos, a su propio crecimiento. Y, como ya se ha podido ver, están en
ello.
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