Paulina era una abogada con una carrera floreciente en
Buenos Aires, que en un determinado momento decide dejar atrás su prometedora
trayectoria profesional y volver a su ciudad natal para convertirse en maestra
rural y dedicarse a la actividad social en entornos de jóvenes marcados por la
pobreza y la marginalidad. Fernando, su padre, años atrás hizo algo parecido, y
en la actualidad es un juez progresista, pero ahora, ya en el viaje de vuelta
de sus juveniles entusiasmos, intenta aconsejar a su hija para que armonice sus
deseos de cambio social con sus capacidades como abogada y no renuncie a su
brillante futuro. Paulina no le hace caso y, tal y como tenía decidido, empieza
a trabajar como maestra.
Enseguida observa la desproporción o desajuste existente
entre sus fervorosos impulsos de mejorar el mundo y el desdén y la desidia con
los que son recibidos por parte de su juvenil clientela. Más aún: después de la
segunda semana de trabajo es interceptada por una patota (una pandilla de
chicos marginales y aficionados a los actos vandálicos) y violada por el líder
de la misma. Ante la mirada atónita de quienes la rodean, Paulina decide,
después de un par de días, volver a trabajar en la escuela y en el barrio donde
fue atacada, a pesar de que enseguida llega a saber que los integrantes de la
patota eran alumnos suyos, excepto el líder, del que también llega a saber que
fue quien la violó. A pesar de ella misma, los integrantes de la patota son
detenidos por orden de su padre, el juez, pero Paulina, en la rueda de
conocimiento, y con la intención de defenderlos, niega que fueran ellos quienes
la atacaran, de modo que salen libres.
Nuestra protagonista descubre al poco tiempo que, como
resultado de la violación, había quedado embarazada, y muy al contrario de lo que
le piden su novio, su padre y su amiga, decide no abortar, llevar adelante su
embarazo. Ello le cuesta la ruptura con su novio, la desesperación de su
tolerante y amado padre, la incomprensión de su amiga… Pero ella prefiere
seguir adelante en el camino hacia su particular calvario.
La bondad de Paulina y su intención de ayudar a los
sectores más marginales de la sociedad, incluso cuando los beneficiarios de esa
ayuda se muestran refractarios a ella, recuerdan a aquella Viridiana de
Luis Buñuel (1961), una ex novicia que acoge en la mansión de la que
inopinadamente había quedado dueña a un puñado de pobres y vagabundos a los que
va encontrando al azar. Estos, en vez de agradecer la ayuda, abusan de lo que
se les da, atacan a Viridiana y destrozan la casa que los acoge.
No dejan de merecer
compasión, y a veces admiración, personas como estas, que deciden renunciar a
sí mismas para entregar su vida a los necesitados. Pero parece que hay líneas
rojas que esa virtud extrema puede llegar a traspasar, y entonces se convierte
en algo morboso y quizás hasta perverso. Es posible que ese fuera el caso, por
ejemplo, de Santa Catalina de Siena, co-patrona de Italia junto a San Francisco
de Asís y una de las patronas de Europa, que nació en 1347, poco antes de que
la gran epidemia de peste arrastrara a la tumba a las dos terceras partes de la
población de Siena. Era la hija número veintitrés de un total de veinticinco
partos. Creció en un ambiente dominado por el miedo, los sentimientos de
culpabilidad y el duelo, pues la gente pensaba que la “peste negra” era el
castigo de Dios por la perdición humana.
Desde una edad muy temprana, Catalina
se azotaba repetidamente y en secreto con el látigo. Rechazaba cualquier
alimento que no fuera pan, verdura cruda y agua. Se ató a unas cadenas y guardó
silencio, excepto en la confesión. Se incorporó a una orden laica de los
dominicos y entre los dieciséis y los veintiocho años se sometió a ayunos
extremos, y sus días transcurrían entre las plegarias, las autoflagelaciones y
el cuidado de enfermos. El agotamiento físico extremo provocado por la falta de
comida y sueño derivó en una experiencia de éxtasis (el estado de privación
general es uno de los métodos de acceso a este tipo de experiencias), tras el
cual manifestó los cinco estigmas o heridas de Cristo en manos, pies y corazón
(manifestó los llamados “estigmas invisibles”: sentía el dolor en los lugares
en los que Cristo tuvo sus llagas, pero no eran visibles externamente las
heridas). Cuidaba de pordioseros, prisioneros y leprosos, y bebía el pus de las
heridas de sus pacientes, con la esperanza de poder igualar la pasión de
Cristo. Alguno
de sus hagiógrafos considera que su principal milagro fue la paciencia de que
hizo gala ante los severos ataques y reproches, aún de personas desagradecidas
que ella había beneficiado con sus servicios. En el comienzo del año en que le
sobrevino la muerte, 1380, Catalina renunció también al agua durante su ayuno.
Murió unas semanas después, atormentada por culpas y demonios interiores; también
en esto vino a imitar a Cristo: tenía treinta y tres años. “¿No habría aún suficiente
sufrimiento en este mundo? –se preguntaba Cioran– Se diría que no, a juzgar por la
complacencia de los santos, expertos en el arte de la auto-flagelación. No
existe santidad sin voluptuosidad del sufrimiento y sin un refinamiento
sospechoso. La santidad es una perversión inigualable, un vicio del cielo”.
Ampliaremos nuestra reflexión añadiendo una cara más (de las
muchas posibles) del poliedro que se abre a nuestra perspectiva al indagar en
este tipo de comportamientos autodestructivos: recordaremos así la biografía de
la singular poetisa norteamericana Sylvia Plath (1932-1963). Sylvia Plath fue una persona
especialmente brillante: su currículum académico estuvo plagado de notas
excelentes, del más alto nivel; llegó a ser admitida como becaria en las
instituciones universitarias más prestigiosas, y desde muy joven refulgieron
sus dotes como escritora. “No ser perfecto duele”,
escribió Sylvia Plath en su “Diario”
en 1957. Y unos párrafos antes: “Yo tengo este demonio que quiere que eche a
correr gritando si resulta que tengo defectos, que soy falible. Quiere hacerme
pensar que siendo tan buena como soy solo puedo admitir la perfección. La
perfección o nada”. Al exceso de inquietud por encima de los motivos
objetivos que la justifican, al campo de lejanías a las que uno quiere llegar pero a las que es imposible acceder, es a lo que propiamente llamamos ansiedad.
En consecuencia, Plath sufría de insomnio crónico: un ansioso así no se puede
permitir esa especie de abandono improductivo que es el dormir. Así que tomaba
tranquilizantes y somníferos… que no llegaban a contrarrestar con suficiencia
la fuerza de su inquietud. Durante toda su vida repitió un patrón de respuesta
a cualquiera de sus logros: nunca eran suficiente. El último resultado de
esa manera de instalarse en la vida fue que le diagnosticaron una depresión
mayor. En noviembre de
1952, dejó escrito en su “Diario”: “Quiero
matarme, escapar a toda responsabilidad, volver, arrastrándome abyectamente, al
claustro materno. No sé quién soy ni a dónde voy, y soy yo quien tiene que
contestar a esas horribles preguntas”. Fueron varios, efectivamente, los intentos de suicidio que
siguieron a estos extravíos en el laberinto en que se había convertido su vida.
Siempre por debajo de
sí misma, de lo que interiormente se exigía, podríamos decir que ejercía sobre
sí una especie de maltrato. La correlativa autoimagen la llevaría consigo
cuando de mantener relaciones con los hombres se trató. Su primer amante,
cuando tenía 22 años, la violó y maltrató físicamente. De hecho, pasó la noche
después de esta primera relación en el hospital, tras lo cual… continuó
saliendo con ese mismo sujeto, al que evidentemente disculpó, cargando sobre
ella, tal vez “por haber malinterpretado la situación”, la responsabilidad por
lo ocurrido. Asimismo, la primera vez que hizo el amor con el que después fue
su marido, el también poeta Ted Hughes, sufrió por parte de él una paliza que
la dejó llena de moratones y magulladuras. A lo largo del matrimonio, Hughes
abusó de ella y la hizo objeto de sus frecuentes ataques de ira y violencia.
Los últimos años, Plath se dio cuenta de que estaba siendo engañada, y ya no
pudo confiar en su marido, a quien, pese a todo, se había entregado totalmente.
Parece que podemos ir hallando una constante en esta propensión a sentir a los
verdugos como víctimas y a sí mismo, la auténtica víctima en estos casos que tratamos, como verdugo, o al menos como el necesitado de perdón.
De todas formas, Plath siguió sobresaliendo en sus estudios
y obteniendo premios y galardones uno tras otro a lo largo de su vida: exitosas
circunstancias mundanas incapaces de servir de fundamento a una personalidad
que finalmente solo reconocía lo esencial de sí, en cuanto que habitante del
mundo, en los momentos de fracaso. Logró el mayor de todos ellos en el invierno
de 1963, cuando su marido, Ted Hughes, la abandonó junto a sus dos pequeños
hijos para irse a vivir con otra mujer. Su último poema, escrito entonces,
empieza con este verso: “La mujer alcanzó la perfección…”,
justo lo que ella llevaba persiguiendo toda la vida. Había escrito también en
otro de sus poemas, el titulado Lady
Lazarus: “Morir / es un arte, como cualquier otra cosa. / Yo lo hago
excepcionalmente bien”. Anunciando su inminente suicidio, acabó su
último poema de esta concluyente manera: “Los pies parecen estar diciendo: hemos
llegado muy lejos, se acabó” (poema
“Límite”, último que escribió Plath,
unas noches antes de su suicidio). Su tránsito hacia la lejanía había durado
solo treinta años.
Observemos una cara más de este poliedro que conforman las
vidas dominadas por un impulso de autoagresión. En el siglo XII y principios
del XIII, San Francisco, el otro co-patrono de Italia, conocido también
como il poverello d'Assisi (“el pobrecillo de Asís”) a pesar
de provenir de una familia rica, fundó una de las llamadas “órdenes
mendicantes”, respondiendo a una llamada interior hacia el desapego de lo
mundano. Cuando tenía veintiséis o veintisiete años, sus amigos le preguntaron
si pensaba casarse, y él respondió: “Estáis en lo correcto, pienso
casarme, y la mujer con la que pienso comprometerme es tan noble, tan rica, tan
buena, que ninguno de vosotros visteis otra igual”. La “mujer” en
cuestión era la Pobreza. En nombre de ella empleó el patrimonio de su padre
(con gran enfado de este, que seguía perteneciendo a este mundo) en la
reconstrucción de iglesias en ruinas. Cuando su padre lo llevó a juicio,
devolvió el dinero que aún tenía, pero desde entonces proclamó que su verdadero
Padre pasaba a ser el que estaba en el cielo. A partir de aquel suceso, él y
sus seguidores vivieron de las limosnas y no aspiraron a otra cosa que a la
vida eremítica, el silencio, la soledad y el ayuno. En septiembre de 1224, en
el transcurso, precisamente, de un prolongado ayuno, Francisco oró para recibir
dos gracias antes de morir: sentir la pasión de Jesús, y una enfermedad larga
con una muerte dolorosa. Y efectivamente, como Santa Catalina, alcanzó la
dudosa gracia de la estigmatización, una manera de somatizar su peculiar
devoción que le causaba intensos dolores en las llagas, y la de una larga y
acusada enfermedad. Ambas se prolongaron hasta octubre de 1226, en que, con 44
años, Francisco murió.
Las enseñanzas de Francisco de Asís han encontrado eco en
uno de los próceres del mundo actual, el Papa Francisco, que escogió su nombre como
Papa en honor y reconocimiento de aquel santo. Ambos Franciscos encontraron
respaldo a sus decididos desapegos de todo lo mundano en aquel extremo pendular
desde el que Jesucristo afirmó: “Mi reino no es de este mundo”.
Lo cual se tradujo en propuestas doctrinales tan descarnadas como esta que el
mismo Jesucristo proclamó: “Si alguno quiere venir conmigo y no está
dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos,
hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”.
Una doctrina que fue secundada por San Pablo, el auténtico fundador del
cristianismo como institución, que decía: “En lo que resta, los que
tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran;
los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no
poseyeran; los que disfrutan del mundo, como si no disfrutaran. Porque la
apariencia de este mundo está a punto de acabar”. Este desapego del
mundo predicado por el cristianismo vino a identificarse con una vocación que
empujaba a la pobreza por la pobreza misma, que veía, en última instancia, que
esa pobreza era en sí misma una virtud. Porque, como el evangelista Mateo recoge
de entre las palabras de Jesucristo: "Es más fácil que un camello pase por
el ojo de una aguja que el que un rico entre en el Reino de los Cielos".
Se siguen de este modo los principios que el mismo Cristo dejó también
enunciados cuando, según el mismo Mateo, proclamó: “No os inquietéis diciendo: ¿Qué
comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos vestiremos? Esas son las cosas por las
que se preocupan los paganos. Ya sabe vuestro Padre celestial que las
necesitáis. Buscad ante todo el reino de Dios y lo que es propio de él, y Dios
os dará lo demás. No andéis preocupados por el día de mañana, que el mañana
traerá su propia preocupación. A cada día le basta su propio afán”. Una
forma de estar en el mundo que ya antes había seducido a Diógenes el cínico,
que decidió apartarse del mundo y vivir dentro de un tonel; los cristianos
prefirieron apartarse yendo a vivir a los desiertos y luego a los cenobios.
San Francisco de Asís ha sido, como decimos, el modelo
preferido por el Papa Bergoglio. En una visita que este hizo a la ciudad de
Asís, llamó a la Iglesia a “despojarse de toda mundanidad”.
De modo que por debajo de una pretendida lucha contra la pobreza que se expresa
en uno de los niveles del discurso papal, asoma una identificación más profunda
con esa pobreza en cuanto que eventual virtud que viene a expresar aquel desapego del mundo que ya predicó su predecesor en la doctrina, San Francisco
de Asís. Cioran decía que “El remordimiento metafísico es una
turbación sin causa, una inquietud ética en el límite de la vida. No tienes
culpa alguna de la que arrepentirte y sin embargo sientes remordimientos. No te
acuerdas de nada, pero te invade un sentimiento infinitamente doloroso del
pasado. No has hecho nada malo, pero te sientes responsable de los males del
universo”. Y hablaba de “esa necesidad de remordimientos que precede
al Mal, mejor dicho, que lo crea...”. De una forma semejante podríamos
hablar aquí de esa necesidad de alejarse del mundo que precede a la Pobreza,
mejor dicho, que la crea…
Y resumiendo las actitudes de todos estos tipos de personas
que se ven fatalmente abocadas a la autoagresión, podríamos concluir
hablando de esa necesidad de castigo que precede al remordimiento, mejor
dicho, que lo crea.