Wilhelm Stekel, médico y psicoanalista vienés, que fue de
los primeros en convertirse en discípulo de Sigmund Freud, y también de los
primeros en separarse de él (o mejor, ser separado por él), definió la angustia
como una reacción del instinto de vida frente al instinto de muerte;
consiguientemente, la represión del instinto de vivir conduce, según él, a la
angustia. O invirtiendo los términos: la vida misma resultaría ser una capa que
superponemos al sentimiento de angustia, y ésta una reacción causada por la
amenaza de muerte. El universo entero sería la capa que la Creación ha
superpuesto a ese núcleo original que está formado por lo que en el hombre ha
resuelto manifestarse como angustia (quizás, todo lo que la Creación opone a la
amenaza de ser engullida por los agujeros negros). Complementariamente, dice
Stekel: “Toda angustia, en última instancia, es temor a la destrucción del
‘yo’, es, pues, miedo a la muerte”. La muerte, por lo tanto, viene a ser algo
previo a la vida, y ésta, lo que centrifugándose desde aquélla a través de la
angustia queda constituido como su capa exterior: la vida resulta ser así una
derivada de la muerte (una emanación de la nada), algo que escapa de ésta
gracias al sentimiento centrifugador de la angustia.
Juan José López Ibor, después de glosar lo expresado por
diversos autores, diferencia en la angustia dos componentes, reacciones o modos
de manifestarse contrapuestos: el reflejo de inmovilidad y la tempestad de
movimientos o, como él prefiere denominarlos, reacción de sobrecogimiento y
reacción de sobresalto: “La reacción de sobrecogimiento –añade–
se
realiza en un plano más hondo, el ser se queda agazapado, inerte, incapaz de
moción. En la de sobresalto, por el contrario, amanece el primer intento de
resolver el compromiso biológico por la evasión”. Esta bifurcación en
los conceptos viene a corresponderse con la correlativa diferenciación que en
el campo de la psiquiatría y la psicología suelen hacer los autores entre la
angustia propiamente dicha y la ansiedad.
En la primera, la angustia, predominan los factores físicos
o fisiológicos, fundamentalmente la sensación de constricción, de algo que
oprime (angustia etimológicamente deriva de angor,
de angostura), un sentimiento de opresión en la región epigástrica, la que
coincide con el plexo solar, y en cuya cavidad se alojan el hígado, el bazo, la
vesícula biliar, el estómago, el intestino grueso y el delgado, que de alguna
forma pasan a estar involucrados, así como opresión en la garganta y en la
región precordial, que respectivamente correlacionan con el sentimiento de
ahogo y con una intensa taquicardia. La angustia tiene, en fin, un efecto
sobrecogedor, paralizador. “En la ansiedad, en cambio –dice
también López Ibor–, se inicia ya una tendencia al escape como una tendencia motora”.
La reacción más primaria producida por ese sentimiento de ansiedad que viene a
significar un paso más allá que la angustia, es de tipo mecánico: la tormenta
de movimientos. Sin embargo, los componentes que predominan en la ansiedad son
ya de índole psíquica, y entre estos sobresale la sensación de muerte inminente
(que carece en absoluto de apoyo objetivo) o, de manera más matizada, de una
gran inseguridad o expectativa (asimismo infundada) de que algo muy grave,
aunque desconocido, está a punto de ocurrir.
La ansiedad, pues, vendría a ser una capa hecha de
componentes psíquicos que se superponen a la angustia, más primaria y atenida
al organismo físico y a la fisiología. Si no tememos demasiado dar saltos en el
(relativo) vacío, podríamos decir que la mente es la capa que la Creación
superpone a la fisiología para tratar de escapar del peligro de extinción
(también, el más acabado recurso, en cuanto que último resultado de la evolución,
que la Creación opone al poder devorador de los agujeros negros): mientras que
el organismo sólo cuenta con reacciones fisiológicas para contraponerse a la
amenaza de extinción, la mente nos abre un horizonte hecho de actividad,
primero estrictamente física y caótica (la hipermotricidad, la tempestad de
movimientos), y después ordenada hacia un fin y en la que acabará apoyándose el
sentido de la vida, que es el recurso más refinado que oponemos a aquella
amenaza de extinción de la que respectivamente emanan la angustia y la
ansiedad.
Cuando sólo contamos con la capacidad de generar respuestas
fisiológicas, es decir, cuando esa fuerza centrífuga que empieza siendo
angustia, sigue siendo ansiedad y termina por ser inquietud que pone en marcha
las actividades que dan sentido a la vida queda interrumpida en la paralizadora
fase de angustia, nuestro organismo genera respuestas apropiadas para el
desarrollo de una actividad incluso extrema que, sin embargo, no llega a
producirse. Precisamente, al aparecer la sensación de angustia, la reacción más
característica que está sufriendo el organismo es la de producción de
adrenalina, es decir, de la hormona encargada de preparar al sujeto para las
situaciones de ataque y huída o para aquellas turbulentas reacciones de
sobresalto y tempestad de movimientos de que hablaba López Ibor y que, sin
embargo, no llegan a producirse. Gracias a ello, aumenta la frecuencia
cardíaca, se contraen los vasos sanguíneos para que la sangre afluya más
deprisa y se incrementa consiguientemente la presión arterial, con el objeto de
que la sangre sea redistribuida selectivamente sobre todo hacia aquellos
órganos cuya función es prioritaria en la respuesta al estrés, es decir, hacia las
arterias coronarias y las que irrigan las zonas musculares y el cerebro; se
produce asimismo hiperventilación para prevenir el previsible gasto extra de
oxígeno, el otro combustible del músculo; oleadas de azúcar afluyen también a
la sangre para aumentar el tono del individuo; además, el organismo urge, a través
de una brutal secreción de jugos gástricos, para que el estómago libere
rápidamente cuanto contiene por medio de una diarrea y así poder dedicar todos
sus recursos a la respuesta de alarma propia de la angustia… Pero recordemos
que, sin embargo, lo característico de un ataque de angustia es,
paradójicamente, la parálisis: el organismo nos prepara para dar una respuesta,
para salir perentoriamente al mundo de alguna forma, pero el angustiado no encuentra la puerta
de salida. Es como pisar a tope el acelerador de un coche mientras está
bloqueado por los frenos.
Estar atrapado en la respuesta de angustia (en la sola
elaboración fisiológica de la necesidad de sobreponerse al peligro de extinción,
aunque interrumpida por la parálisis motriz) acaba sentando las bases de numerosas
formas de enfermedad: la hipertensión, la hiperglucemia, las úlceras provocadas
por la excesiva secreción de jugos gástricos… y muchas otras enfermedades
vendrían a dar expresión a esa encerrona en que se encuentra el angustiado.
Hasta el punto de que podríamos cuestionarnos si el hecho mismo de enfermar,
cuando no se debe a un proceso de deterioro biológico propio del desgaste por
la edad, a algún trauma o lesión o a un trastorno hereditario no es sino
consecuencia de ese bloqueo que sufre la personalidad del sujeto que no ha
encontrado modos de evolucionar hacia las respuestas no ya mecánicas, sino mentales
y creativas, las que permiten insertar la vida dentro de un marco que la de
sentido, y que así se contraponga a la primordial amenaza de extinción. Tendría
razón entonces Wilhelm Stekel cuando afirmaba que “cada enfermedad es un aviso de
que algo en nuestro espíritu no está en orden. Ella nos recuerda que debemos
echar una mirada introspectiva a nuestro mundo interior y preguntarnos si
nuestra existencia expresa el sentido de la vida”.
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