Uno de los primeros en desbrozar ese camino que conduce hacia uno mismo
y que, correlativamente, supone una confrontación con la sociedad, fue Diógenes
el cínico, que afirmaba que “el sabio se basta él mismo a sí mismo”.
“Es curioso –resaltaba Ortega a este respecto– que toda
crisis se inicie con una etapa de cinismo. Y la primera de Occidente, la de la
historia grecorromana, se inició precisamente inventándolo y propagándolo”.
A esa primera crisis de Occidente que, en lo fundamental, tuvo su dramático
comienzo en la Guerra del Peloponeso, se refería el destacado estudioso de la
época clásica Werner Jaeguer cuando decía: “Probablemente veía con
claridad toda persona inteligente que el estado no tenía salvación a menos que
se superase tal individualismo, o siquiera la forma más cruda de él, el
desenfrenado egoísmo de cada persona; pero era difícil desembarazarse de él
cuando hasta el Estado estaba inspirado por el mismo espíritu –había hecho de
él el principio de sus actos”.
En apariencia, el cristianismo, con su propuesta de amor al prójimo,
venía a superar las limitaciones que, una vez decaído el intento universalizador
del estoicismo, el egoísmo institucionalizado significaba. Sin embargo, su manera
de plantear la trascendencia ultramundana le llevó, en la práctica, a
contradecir aquella propuesta y, en esa medida, a distanciarse de ella. De tal
manera que el mismo Jesús fue quien contrapuso el amor a Dios y el amor a los
más próximos cuando dijo: “Si alguno quiere venir conmigo y no está
dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos,
hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”.
San Agustín confirmaba tal doctrina de
esta guisa: “La ley eterna ordena no amar lo temporal, y que todos se
conviertan al amor de lo eterno”. Y Pascal glosaba esta misma idea al
hablar de las barreras que irremisiblemente ha de haber entre uno mismo y el
prójimo: “Es injusto –decía– que uno se adhiera a mí,
aunque lo haga con placer y voluntariamente. Yo engañaría a aquellos en quien
hiciera nacer tal deseo, porque yo no soy el fin de nadie, y no tengo de qué
satisfacerlos. ¿No estoy yo pronto a morir? Así, el objeto de su adhesión
morirá (…) (Aunque) esto me fuera gustoso, por esto mismo soy culpable de hacer
que se me ame (…) Por eso mismo que no deben apegarse a mí; porque es menester
que pasen su vida y sus cuidados en agradar a Dios o en buscarle”. En
aras del más allá, el cristianismo vino, pues, a proponer el desdén y la
desconfianza hacia lo de acá.
Algo, esto último, que vino a corregir el Renacimiento, que, sin
embargo, mantuvo, desprovista ya de esa proyección hacia lo trascendente, la
otra vertiente a la que daba el cristianismo, la retracción hacia lo interior,
esa actitud que los hombres no hemos sabido todavía desligar del egoísmo. “El
Renacimiento –dice así Ortega– descubre en toda su vasta amplitud
el mundo interno, el me ipsum, la conciencia, lo subjetivo”. Erich
Fromm lo confirma: “La historia europea y americana desde fines de la
Edad Media no es más que el relato de la emergencia plena del individuo”.
De esta combinación de factores brotó, se diría que fatalmente, una actitud de
acusada desconfianza del individuo hacia sus congéneres, contrapunto y
complemento de aquel egoísmo de partida. De lo cual vendría a ser expresión por
entonces la manera en que Maquiavelo entendía la naturaleza de los hombres y de
sus relaciones con los demás: “De los hombres –escribió– se
puede decir en general que son ingratos, volubles, mentirosos e hipócritas,
temerosos del peligro, ávidos de ganancias. En tanto que los beneficias, son
del todo tuyos y te ofrecen la sangre, los bienes, la vida, los hijos (siempre
que no los necesites) (…); pero cuando llegan las dificultades miran a otra
parte. El príncipe que ha basado todo su poder en la palabra de los hombres
labra su ruina por encontrarse privado de una verdadera protección”. En
la misma línea, Thomas Hobbes elevó a categoría la desconfianza hacia el
semejante cuando enunció aquello de que “el
hombre es un lobo para el hombre”, y que, si se junta en sociedad y
forma un estado, un Leviatán, no es primariamente por afán de cooperación y ayuda mutua, sino
para ceder a aquel el poder con el que ha de controlar la peligrosidad que nos
supone estar cerca de nuestros congéneres. Asimismo, para Hobbes, la moral es
una derivada del interés personal: nuestro sentido del bien viene a coincidir
con aquello que nos resulta beneficioso. La teoría del contrato social, que ya pergeñó
el mismo Hobbes y que culmina en Rousseau, defiende asimismo que nos
socializamos para satisfacer nuestro interés personal, aunque, por vocación,
seguimos siendo misántropos.
Descartes trasladó a la filosofía su desconfianza hacia el entorno:
“¿Qué es entonces lo cierto? –se preguntaba– Quizá solamente que
no hay nada seguro”. Porque “de todas aquellas cosas que juzgaba
antaño verdaderas no existe ninguna sobre la que no se pueda dudar. ¿Qué cosas
eran estas? La tierra, el cielo, los astros y todo aquello a lo que llego por
los sentidos. Pero ¿qué es lo que percibía claramente acerca de esas cosas?
Pues que las ideas o los pensamientos de tales cosas se presentaban en mi
mente”. Solo el propio yo era digno de confianza, y el egocentrismo la
única actitud que aproxima a la verdad: “Yo (soy) una sustancia cuya
total esencia o naturaleza es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar
alguno ni depende de ninguna cosa material”. Así es como, siglo y medio
después, en nombre del Romanticismo, pudo decir Novalis: “Todo me
conduce, de nuevo, hacia mí mismo”. Y también, cortando cualquier
amarra con algún tipo de trascendencia: “El yo es el ideal que se
persigue en todo esfuerzo”. Lo cual vendrá a servir de sustrato
metafísico a las propuestas de vida de Nietzsche: “Hay que aprender a
amarse a sí mismo –así enseño yo– con un amor saludable y sano: a soportar
estar consigo mismo y a no andar vagabundeando de un sitio para otro. Semejante
vagabundeo se bautiza a sí mismo con el nombre de ‘amor al prójimo’ ”.
Ortega observa que, a partir de la perspectiva racionalista que nace en
Descartes, así como de los precedentes de su teoría, los que llevaban a la
desconfianza del hombre hacia la realidad entorno, “concluye el hombre
creyendo que posee una facultad casi divina, capaz de revelarle de una vez para
siempre la esencia última de las cosas. Esta facultad tendrá que ser
independiente de la experiencia, la cual, en sus constantes variaciones, podría
modificar aquella revelación. Descartes llamó raison o pure
intellection a esa facultad, y Kant, más precisamente, “razón pura” (…)
En vez de buscar contacto con las cosas, se desentiende de ellas y procura la
más exclusiva fidelidad a sus propias leyes internas”. Desconfianza en los demás y autarquía
individual que asimismo encontró prolongación en los mentores de la cultura contemporánea.
André Breton, dando expresión al surrealismo, decía en este sentido: “El hombre propone
y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en
estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible”. Y asimismo: “Únicamente
el surrealismo podrá explicar el estado de completo aislamiento al que
esperamos llegar aquí en esta vida”. Con todo lo cual se compuso el
caldo de cultivo en el que fue tomando forma el hombre-masa del que hablaba
Ortega de esta manera: “El hombre que analizamos se habitúa a no apelar
de sí mismo a ninguna instancia fuera de él”.
Ese de la soberanía del interés más personal ha resultado ser el
fundamento de muchos de los actuales desarrollos de la ciencia. Así, hoy, la
psicología conductista, tal y como fue formulada por B. F. Skinner, y que ha
influido en todos los estamentos que tienen que ver con la salud mental,
interpreta el comportamiento humano como resultado de la conjunción de recompensa
y castigo. El comportamiento altruista, que tiene lugar incluso en ausencia de
refuerzo (o en presencia de castigo) no es considerado por esta teoría (aunque hay quien retuerce los
conceptos hasta deducir que la mera satisfacción interior que encuentra quien
se entrega a alguna causa de manera altruista constituye una demostración de
que, en el fondo, sigue siendo el egoísmo lo que está en el sustrato de tales
comportamientos. El caso es dejar a salvo, sea como sea, la teoría de que todo
lo decide el egoísmo humano).
A mediados del siglo XX, en fin, quedó ya perfectamente formulada una
teoría social, con derivaciones hacia la economía, la biología, la teoría
militar e incluso la filosofía, que venía a dar expresión matemática a esta
forma de mirar el mundo y la sociedad según la cual todo se cifra en el interés
personal, en el egoísmo: se trataba de la teoría de juegos, según la cual las
relaciones humanas se establecen sobre la base de un equilibrio que se alcanza
a partir del intercambio de expectativas de ganancias para cada persona
(jugador) que participa en la interacción social; cuando cada jugador, a la
vista de la contraposición de los intereses de los demás con el suyo propio,
alcanza el óptimo de ganancias, se llega al equilibrio. Los sentimientos
cooperativos solo entran a ser considerados en los juegos en los que son grupos
los que compiten entre sí, lo que hace posible que dentro de cada uno de ellos
(de cada equipo) se produzca esa coyuntural cooperación, que sigue, pues,
sustentada a fin de cuentas en el egoísmo. En la teoría de juegos, que está
influyendo enormemente en la manera de entender el mundo por parte de quienes
hoy lo gestionan en muchas de sus áreas, no cabe, no entra a ser considerado el
comportamiento altruista. Que la figura intelectual más destacada de entre los
formuladores de esta teoría de juegos, el Premio Nobel John Forbes Nash,
sufriera esa enfermedad mental que viene a ser la cristalización máxima de la
desconfianza en los demás, cual es la esquizofrenia paranoide, no debería ser
considerado como una mera casualidad.
Bien, pues es el mundo que hemos construido con este sesgo hacia el
egocentrismo el que hoy está en crisis. Que todo lo dirija el interés personal,
el egoísmo, es una forma de entender la vida que tarde o temprano habría de
llegar al colapso. En la zona de sombra de esta guía de conducta dominante ha
ido manteniéndose una actitud contrapuesta, destinada a aflorar en algún
momento y pasar a corregir aquellos sesgos. Ya Aristóteles (384 a. C.-322 a.
C.) dejó dicho: “La existencia de la comunidad, en esa forma concreta de
acuerdo o concordia, es la condición necesaria para el desenvolvimiento de las
vidas de los individuos, y, por consiguiente, para que estos sean felices”.
Y Séneca (4 a .
de C.-65) sentenció: “Hemos de vivir para el prójimo si queremos vivir
para nosotros”. En los preludios de nuestro tiempo, Montesquieu
(1689-1755), desde el liberalismo, afirmaba: “Si yo supiera alguna cosa
que fuera útil para mí y que fuera perjudicial para mi familia, la expulsaría
de mi mente. Si yo supiera alguna cosa que fuera útil para mi familia y que no
lo fuera para mi patria, intentaría olvidarla. Si supiera alguna cosa útil para
mi patria y que fuera perjudicial para Europa o para el género humano, la
miraría como un crimen”. André Gide (1869-1951) decía ayer mismo: “La
mejor manera de aprender a conocerse a sí mismo es intentar comprender a los
demás”. Y Milán Kundera (n. en 1929) hace un rato: “Todo el valor del
ser humano se basa en la capacidad de sobresalirse, de emerger fuera de sí
mismo, de ser en otro y para otro”. Por ahí, pues, habrán de llegar los nuevos
tiempos, porque, como concluía Ortega: “Librada a sí misma, cada vida se
queda sin sí misma, vacía, sin tener que hacer”.
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