De manera que puede que tenga razón Gustave Le Bon cuando describe de esta forma la oscilante trayectoria de las civilizaciones:
“Si consideramos en sus grandes líneas la génesis de la grandeza y la
decadencia de las civilizaciones que han precedido a la nuestra, ¿qué es lo que
vemos? En la aurora de dichas civilizaciones, un conjunto base de hombres, de
orígenes diversos, se reúne por los azares de las migraciones, las invasiones y
las conquistas (…) Son bárbaros (…) (Ya
dijo también Ortega: “Para existir una sociedad es menester que
preexista una separación”. Pero también: “La historia de toda nación (…)
es un vasto sistema de incorporación”).
“(Ese pueblo) –prosigue Le Bon– no saldrá de la barbarie sino
cuando, después de prolongados esfuerzos, (…) haya adquirido un ideal. Poco
importa su naturaleza. Ya se trate del culto a Roma, del poderío de Atenas o
del triunfo de Alá, bastará para dotar a todos los individuos de la raza en vías
de formación de una perfecta unidad de sentimientos y pensamientos (…) Tras las
características móviles y cambiantes de las masas estará aquel estrato sólido,
el alma de la raza, que limita estrechamente las oscilaciones de un pueblo y
regula el azar”.
Pero ya decía Lao Tsé que “tras alcanzar su plenitud, las
cosas decaen”. Y Ortega: “Al alcanzar una forma su máximo se inicia
su conversión en la contraria”. Es el camino abajo en que también
consistía el camino arriba. Así que, prosigue Le Bon: “Con el progresivo
desvanecimiento de su ideal, la raza va perdiendo cada vez más aquello que
mantenía su cohesión, su unidad y su fuerza (…) Aquello que constituía un
pueblo, una unidad, un bloque, concluye por convertirse en una aglomeración de
individuos sin cohesión y que aún mantienen artificialmente durante algún tiempo
las tradiciones y las instituciones. Entonces, divididos por sus intereses y
sus aspiraciones, no sabiendo ya gobernarse, los hombres piden que se les
dirija hasta en sus menores actos y el Estado ejerce su absorbente influencia. Con
la definitiva pérdida del antiguo ideal, la raza concluye perdiendo también su
alma (…) Presenta todas sus características transitorias, sin consistencia y
sin mañana. La civilización carece ya de solidez y cae a merced de todos los
azares. La plebe es reina y los bárbaros avanzan”. Ortega apuntala otro
ángulo de esta misma idea, contrapunto de la antes citada: “La historia de la decadencia de
una nación es la historia de una vasta desintegración”
María Zambrano puede así concluir: “Toda la historia es un fracaso porque
la esperanza que la ha movido es imposible de realizar”. Gustave Le Bon
resume: “Pasar de la barbarie a la civilización persiguiendo un sueño,
declinar y morir luego, cuando dicho sueño ha perdido su fuerza, éste es el
ciclo de la vida de un pueblo”. Antonio Machado traduce esto mismo a
lenguaje poético:
“El hombre es por natura la
bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita
lógica.
Creó de nada un mundo y, su obra
terminada,
‘Ya estoy en el secreto –se dijo–, todo es nada’.”
Se vuelve de nuevo a la nada… ¿A la nada? “La quietud está
llena de movimiento retenido como la vaina de espada”; lo decía así Ortega a propósito de otro asunto, pero
vale también para éste. Nuestra civilización (a pequeña escala: nuestra nación)
está en crisis, por lo tanto, pero no muerta. No es fácil estar así, desde
luego, como advertía Jung: “Difícilmente podremos negar que nuestro
presente es una de esas épocas de escisión y enfermedad. Las circunstancias
políticas y sociales, la fragmentación religiosa y filosófica, el arte moderno
y la moderna psicología están de acuerdo en esto. ¿Hay alguien que, dotado,
aunque sólo sea de un vestigio de sentimiento de la responsabilidad humana, se
sienta bien con este estado de cosas? Si somos sinceros debemos reconocer que
en este mundo actual ya nadie se siente del todo a gusto, y la incomodidad será
del todo creciente. La palabra crisis es también un término médico que indica
un peligroso acmé de la enfermedad”.
El caso es que esa
crisis, aunque en algún sentido resultara fatal, sería un paso más tan sólo
dentro de nuestro discurrir en pos del más allá, porque, como dice María
Zambrano: “Toda muerte va seguida de
una lenta resurrección, que comienza tras el vacío irremediable que la muerte
deja”. Y, poéticamente, Blas de Otero:
“Sucedieron
naufragios, sucedieron problemas, muertes,
(…)
y la
humanidad siguió impasible refugiada bajo el alba,
invulnerable
como el alba, pálida como el alba.
Una
vez más, amanece”.
una vez más amanece... enhorabuena, gracias por tan buenas palabras...
ResponderEliminarGracias a ti, amigo: me anima saber que hay alguien ahí.
ResponderEliminarlo diré con palabras de otro.-
ResponderEliminarbenjamingrullo dijo:
-Arturo, nunca los lemmings estuvieron tan mareados.
-Es que es tan difícil encontrar el más allá.
He tenido que buscar en la wikipedia quiénes eran los lemnings, querida. El comentario tiene su complejidad, y si no, habría podido pensar que se trataba del Arturo aquel de la Tabla Redonda. Bueno, ya, no es el Arturo que últimamente más nos preocupa. Ni el que hubiera llevado a los lemnings de aquí para allá hasta marearlos, tratando de encontrar una salida al laberinto del más acá en el que él mismo los ha metido. ¡Tantos siglos ensayando esto de meternos en callejones sin salida, y aún no hemos aprendido a encontrar la salida! Yo ya sólo confío en que vengan Mortadelo y los agentes de la T.I.A. y empiecen a tomar cartas en el asunto.
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