“La clave de las
doctrinas que sustentan estas epidemias psíquicas estriba en servir de
fundamento, asimismo delirado, a las esperanzas de los hombres de encontrar el
paraíso perdido llegado al cual las angustias que conlleva el vivir
encontrarían solución”. ¿Pero esto es de Jung? ¿No es de Otto Rank o de Ernest
Becker? ¿Me lo puedes confirmar? Gracias de nuevo”.
Encantado de poder traer a colación a autores tan insignes,
y haber contado con un lector tan cualificado como tú, que eres tan excéntrico
como para conocerlos. Sin embargo, la referencia del párrafo al que aludes es
más bien, por esta vez, de Gustave Le Bon, al que ya he visto en tu blog que
has leído también. El párrafo en cuestión viene a ser un resumen de estos otros
de su “Psicología de las masas” (pp. 84-85 de la edición de Morata), mucho más
expresivos y mejor escritos, aunque también más extensos de lo que yo pretendía
que cupiera en mi artículo anterior:
“Proporcionar a los hombres aquella porción de esperanza y de ilusiones
sin la cual no pueden existir, he aquí la razón de ser de los dioses, los
héroes y los poetas. Durante cierto tiempo, la ciencia pareció asumir esta
tarea. No obstante, lo que la ha comprometido en los corazones, hambrientos de
ideal, es el hecho de que (esa ciencia) no pretende ya prometer lo suficiente y
no sabe mentir lo bastante.
“Los filósofos del siglo pasado (escribía en 1895) se
consagraron con fervor a destruir las ilusiones religiosas, políticas y
sociales de las que habían vivido nuestros padres durante prolongados siglos.
Al destruirlas han cegado las fuentes de la esperanza y la resignación. Tras
las quimeras inmoladas han hallado a las fuerzas ciegas de la naturaleza,
inexorables para la debilidad y que no conocen la piedad.
“Pese a todos sus progresos, la filosofía no ha podido ofrecer aún a
los pueblos ningún ideal capaz de ilusionarlos. Al serles indispensables las
ilusiones, se dirigen instintivamente, como el insecto hacia la luz, hacia los
líderes que se las ofrecen. El gran favor de la evolución de los pueblos no ha
sido jamás la verdad, sino el error. Y si el socialismo ve crecer hoy día su
potencia es porque constituye la única ilusión aún viviente (…) Su fuerza
principal consiste en estar defendido por espíritus que ignoran lo bastante las
realidades de las cosas como para atreverse a prometer audazmente la felicidad
a los hombres (…) Las masas no tienen jamás sed de verdades. Ante las
evidencias que las desagradan, se
apartan, prefiriendo divinizar al error, si el error las seduce. Quien sabe
ilusionarlas se convierte fácilmente en su amo; el que intenta desilusionarlas
es siempre su víctima”.
Así que, en línea con lo que dices en tu blog, no es que
sean tontas las masas, es que no soportan ser infelices y no saber de ningún
lugar donde depositar de manera realista su esperanza de dejar de serlo; porque
llegado este caso, se buscan alternativamente cualquier otro lugar, aunque se
trate de un espejismo. El socialismo ya va dejando de señalar espejismos
creíbles, y muchos han preferido en nuestro país apuntarse al espejismo que
muestran nuestros nacionalismos centrífugos. Tan catastrófico, según muestra la
historia, el uno como los otros, yendo separados o cogidos de la mano.
Ciertamente, como bien has observado o intuido, Jung tiene
una perspectiva que, a la hora de considerar el origen de las epidemias
psíquicas, le lleva a poner el énfasis más en lo que en ellas se pierde que en la
perversión de lo que sensatamente es posible esperar. Dice así: “La
‘edad del progreso’ ha destruido la cultura espiritual con su crítica nihilista
(…) La esencia de la cultura es la continuidad y conservación del pasado;
anhelar la novedad sólo produce anticultura y acaba en barbarismo (…) (Es
preciso) apelar a la madurez espiritual y a la responsabilidad del individuo”.
Y desde luego, Otto Rank y su discípulo Ernest Becker ofrecen
ideas muy sugerentes a la hora de hacer acopio de las que necesitamos para
comprender las epidemias psíquicas que aquí tratamos. La impresión que he
tenido cuando he intentado acercarme al pensamiento de Otto Rank es que se hizo
un lío con sus propias intuiciones y le salió una obra un tanto enmarañada. Él
mismo aspiraba a que su paciente y discípula, la escritora Anaïs Nin, pusiera
orden y claridad en sus ideas. La principal de todas, la de que toda nuestra
biografía arranca de un trauma, el que supone el hecho de nacer, es muy
aprovechable a la hora de entender las ideologías transgresoras, y muy en
particular nuestros nacionalismos centrífugos. Según ello, y como cauce a
través del cual arrastramos aquel trauma, hay un sentimiento que nos acompaña y
acompañará de por vida: el de estar desterrados de nuestra patria original, que
no es otra que el útero materno, de forma que vivimos nuestra instalación en el
mundo, sea cual sea el lugar y el modo en el que hayamos caído en él, como un
sucedáneo de la que auténticamente sentimos que nos corresponde. La rebeldía
contra el mundo suele anclar con excesiva facilidad en esta forma de
inadaptación que nos es intrínseca, que no se origina en el mundo. Y también,
claro está, la rebeldía contra la patria o nación que nos ha caído en suerte y
que debido a ello no sentimos como propia. Si los de CIU o el PNV nos hicieran
caso (que no nos lo harán: tienen mal pronóstico) cuando les decimos que lo
suyo se lo tienen que ir a mirar, lo mejor sería, por tanto, que lo hicieran
con un psicoanalista de la escuela de Otto Rank.
Ernest Becker tiene más ordenadas y claras sus ideas (aunque
se siente absoluto deudor de las de Rank). Considera que la vida es un
permanente y activo combate contra la muerte, no sólo en el aspecto orgánico o
fisiológico, sino también en el nivel del significado: “El hombre realmente no teme
tanto su extinción, sino morir siendo insignificante”, dice. En este mismo sentido se preguntaba León Tolstoi: “¿Qué
he logrado en mi vida (…) Tiene ella algún significado que no la destruya la
muerte inevitable que me espera?”. En definitiva, dice Bécker: “El
hombre no sólo trasciende a la muerte al continuar alimentando sus apetitos,
sino especialmente encontrándole un significado a la vida”. Si
alcanzamos a dar a la vida ese significado, habrá paz (es una forma de hablar).
Paz para con nosotros y para con nuestro entorno, porque la vida encontrará así
un modo de sobreponerse, de alguna manera, a la muerte. Pero si no es así, no
por ello dejará la vida de luchar contra la extinción; aunque entonces lo hará
de maneras atrabiliarias: “El organismo –dice Becker– (…)
(se aferrará) a la vida a cualquier costo, un costo que puede ser catastrófico
para el hombre”. Porque entonces éste destapará su caja de Pandora de
esperanzas utópicas, en las que de manera insoslayable necesita creer para
confirmar que su vida no va a desembocar en el vacío. Por ello, concluye
Bécker: “Las esperanzas y los deseos imposibles han acumulado el mal en el
mundo”. Lo cual nos lleva a evocar aquellas otras palabras de Ortega: “El
hombre es un sistema de deseos imposibles en este mundo”. Y sin
embargo, en ello radica la filigrana en la que ha de consistir el hecho de
vivir: cómo encontrar el sentido partiendo de una materia prima tan absurda, la
que nos lleva a concluir que aquello que deseamos nunca llegaremos a verlo
realizado del todo. Por no haber entendido a Ortega, nuestros nacionalistas, en
fin, creen estar a punto de ver realizados sus sueños. Están, pues, más cerca
de comprender que la felicidad, como siempre, estaba en otra parte.
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