Pero el mismo Kant trató de buscar una regla universal que
permitiera seguir creyendo que, por encima de las concretas circunstancias,
existe un principio moral absoluto e insoslayable: “Obra de tal modo –decía– que te
relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de
cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un medio”. Como
de costumbre, no resulta fácil entender cabalmente lo que está diciendo Kant
(ni, por desgracia, lo que dicen –cómo lo dicen– la mayoría de los filósofos).
Así que, para tratar de entenderlo mejor, optaremos por dar vueltas alrededor
de eso que propone como primer principio de la moral. Primera asociación de
ideas al respecto: pudiera ser que lo dicho tuviera que ver con lo que pensaban
los estoicos, para los cuales es virtud aquello que nos pone en armonía con el
mundo. El mundo. El mundo… ¡Un poco más de concreción, por favor…! Intentémoslo:
el mundo es eso que nos encontramos ahí afuera en cuanto salimos a ver qué hay además
de nosotros mismos; es decir, en cuanto empezamos a vivir, porque decía Ortega:
“La
vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al
Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”.
Virtud sería así lo que, haciéndonos salir de nosotros mismos, trata de
ponernos en armonía con el mundo, es decir, con nuestra persona en cuanto que
ser mundano (lo que estamos llamados a ser en el mundo) y con la persona de
cualquier otro que forme parte de mi mundo; y vicio o maldad sería quedarse
dentro de sí, esto es, el egoísmo. Ellos (mi persona mundana y las personas de
mi mundo) son el fin, el “afuera” gracias al cual propiamente vivo, no un medio
a mi servicio, un medio para seguir siendo yo (un yo que no saliera de sí).
Puestas así las cosas, Cioran pudo decir que “el mal es abandono; el bien, un
cálculo inspirado”; el mal nos es consustancial, el bien una
conquista. Y por ello, la vida consiste en esa tarea de sobreponernos al mal
del que partimos: “En
el fondo, ¿qué hace cada hombre? Se expía a sí mismo”, concluye
el mismo Cioran.
Prosigamos con Kant, que vimos que decía: “Obra
de tal modo que te relaciones con la humanidad…”. La humanidad. La
humanidad… ¡Otro poco más de concreción, por favor…! Bien, pues después de
concretar, lo primero que empezamos a ver ahí afuera es a nuestra familia;
después a nuestra nación… al género humano en última instancia. Y a múltiples
estratos sociales intermedios. Por ejemplo, aquel criado del que antes
hablábamos: su virtud estaría mediatizada por la concreta sociedad en la que se
sintiera personalmente integrado; si en ella juega un papel suficiente su amo,
estaría moralmente obligado hacia él. Si no fuera así, si estuviera resentido
contra su amo, al que en el fondo considerara un enemigo (un miembro de otro
cuerpo social contrapuesto al suyo), quizás empezara a sentir al potencial
asesino que llamó a la puerta como un socio, de modo que sería con él con quien
se sentiría moralmente obligado.
Somos pues, en un sentido moral, una fuerza vectorial que va
de dentro a fuera y que nos une a nuestra sociedad. O a nuestras sociedades;
ésas de las que decía Montesquieu (1689-1755): “Si yo supiera alguna
cosa que fuera útil para mí y que fuera perjudicial para mi familia, la
expulsaría de mi mente. Si yo supiera alguna cosa que fuera útil para mi
familia y que no lo fuera para mi patria, intentaría olvidarla. Si supiera
alguna cosa útil para mi patria y que fuera perjudicial para Europa o para el
género humano, la miraría como un crimen”. En suma: es moral lo que me
hace elevar mi punto de vista por encima de mi exclusivo interés e incluye en él
el interés de mi sociedad. “Yo en mi sociedad” (en “mi circunstancia”) es, en
este sentido, lo que determina qué cosas son buenas y cuáles malas. Si me
siento integrado en un grupo terrorista, por ejemplo, matar a personas
inocentes pasará a ser algo quizás terrible, pero bueno en última instancia,
porque favorece los intereses de mi grupo de referencia. Si, por el contrario,
pertenezco a una sociedad de penitentes que se procuran castigos corporales a
sí mismos porque aspiran a una vida superior que el cuerpo está impidiendo, infligirse
esos castigos será bueno, será virtuoso.
Así que la moral es una potencia del hombre que discurre
entre los extremos de dos continuos: el extremo inmoral o amoral del primero de
ellos es el egoísmo, la pretensión de permanecer encerrado dentro de uno mismo,
convirtiéndose en una fuerza centrípeta hacia la que dirigir las aportaciones
de los demás; en suma, y usando de los términos de Kant, convertir a los demás
en un medio. Y al contrario, el extremo moral estaría marcado por el altruismo,
que significaría convertir la vida en una entrega, en una tarea a través de la
cual yo me vuelco hacia el mundo; no dejo de ser yo, pero soy yo en mi
circunstancia. Este primer continuo hace referencia a lo que sería el
desarrollo de la vida individual, que comienza en lo que Freud llamaba el
narcisismo primario, la consideración de que el mundo es un apéndice de mí
mismo, y transcurre hacia la personalidad madura que, como decía Aristóteles,
es la que nos convierte en ciudadanos, animales políticos, habitantes de
nuestra sociedad. El relativismo moral, desde este punto de vista, empieza a no
ser tan relativo: para el niño es bueno lo que le procura placer y malo lo que
conlleva dolor. El adulto comprende ya que a veces el sacrificio doloroso puede
ser moralmente bueno. Todo es cuestión de situar sendas perspectivas dentro de
su respectivo tramo evolutivo. A este desarrollo evolutivo hacía referencia el
mismísimo Charles Darwin, apuntando implícitamente, podríamos decir, hacia el
punto omega que daría sentido a esa misma evolución: “Una tribu que incluya muchos
miembros que, por poseer en alto grado el espíritu de patriotismo, fidelidad,
obediencia, valentía y simpatía, estén siempre dispuestos a ayudarse mutuamente
y a sacrificarse por el bien común, será victoriosa sobre la mayoría de las
demás tribus; y esto será selección natural. En todas las épocas y en todo el
mundo, unas tribus has sustituido a otras y, puesto que la moralidad es un
elemento importante de su éxito, la norma de moralidad y el número de hombres
con buenas cualidades tenderá a crecer y a aumentar en todas partes”.
Y el otro continuo a través del cual la moral se va
desarrollando como una potencia camino de su actualización hace referencia no
ya al desarrollo de los individuos en relación con su sociedad, sino al de las mismas
sociedades. Esta vez sería la historia, no sólo la vida de los individuos, el
campo en el que la moral transcurre camino de su punto omega. Según esto, el
extremo amoral de este continuo lo marcarían las sociedades centrípetas,
encerradas en sí mismas, autárquicas y endogámicas, que o bien desdeñan a las
demás naciones o sociedades, o se dirigen hacia ellas considerándolas
instrumentos o medios al servicio de su propio interés. Y el punto omega o
extremo de moralidad de este mismo continuo quedaría señalado por las
sociedades abiertas, que encuentran su propio beneficio a través del hecho de
inundar con sus aportaciones a las sociedades vecinas y de buscar la manera de armonizarse
a sí mismas con el mundo como globalidad. En tiempos de la República, en Roma,
esclavizar a los miembros de las naciones que derrotaban sus legiones era algo
bueno. Después de la Ilustración, en la cual todos los individuos pasan a ser
considerados ciudadanos en su nación, la esclavitud ha pasado a ser moralmente
repudiable. Son cosas de la evolución, o de la historia. Asimismo, quienes
aspiran a regresar a modos de sociedad preilustrados, endogámicos, en donde el
idioma resulta ser un instrumento de separación con los vecinos antes que de
comunicación, y en donde cada residuo tribal venga a conservar leyes e
instituciones propias para regular problemas compartidos con las sociedades que,
en el actual momento histórico, quedaron demarcadas tras la Ilustración, se
sitúan en un estrato moral asimismo más primitivo desde el punto de vista de la
historia.
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