“El progresismo cultural, que ha sido la religión de las dos últimas
centurias, no podía estimar las actividades del hombre sino en vista de sus
resultados. La necesidad y el deber de cultura imponen a la humanidad la
ejecución de ciertas obras. El esfuerzo que se emplea para darles cima es,
pues, obligado. Este esfuerzo obligado, impuesto por determinadas finalidades,
es el trabajo. El siglo XIX, consecuentemente, ha divinizado el trabajo. Nótese
que éste consiste en un esfuerzo no cualificado, sin prestigios propios, que
recibe toda su dignidad de la necesidad a que sirve. Por esta razón tiene un
carácter homogéneo y meramente cuantitativo que permite medirlo por horas y
remunerarlo matemáticamente. Al trabajo se contrapone otro tipo de esfuerzo que
no nace de una imposición, sino que es impulso libérrimo y generoso de la
potencia vital: es el deporte. Si en el trabajo es la vitalidad de la obra
quien da sentido y valor al esfuerzo, en el deporte es el esfuerzo espontáneo
quien dignifica el resultado. Se trata de un esfuerzo lujoso, que se entrega a
manos llenas sin esperanzas de recompensa, como un rebose de íntimas energías
(…) A las obras verdaderamente valiosas sólo se llega por mediación de este
antieconómico esfuerzo: la creación científica y artística, el heroísmo
político y moral, la santidad religiosa son los sublimes resultados del deporte”
(Ortega y Gasset[1]).
No hay comentarios:
Publicar un comentario