Comenzaré, David Gustavo, por darle la razón: estoy sustancialmente
de acuerdo en todo lo que dice en su comentario (que, de nuevo, coloco al final
de este escrito). Para empezar, de acuerdo en que “El hombre siempre busca
seguridad en lo inmutable, el cambio le produce miedo”. Y es que, como
decía la gran pensadora, discípula de Ortega, María Zambrano (que como usted
sabe, vivió los primeros años de su exilio por nuestra guerra civil
en México[1]):
“La
vida en su espontaneidad resulta monstruosa”[2].
O como dice el mismo Ortega: “La vida es por lo pronto un caos donde uno
está perdido”[3].
Alude usted al miedo, que, efectivamente, creo que es el sentimiento nuclear del
hombre ante el caos de un mundo que, para empezar, no se sujeta a ley, a
ninguna previsión, donde todo es cambio y nada permanece. Me ha hecho recordar los
lamentos de Job contraponiéndose a un Dios arbitrario, que tampoco a él le
parecía que obedeciese a ninguna ley. En medio de su infortunio, decía: “Él
no cambia de opinión; ¿quién podrá disuadirle? Lo que le place, eso lo hace. Él
cumplirá lo decretado sobre mí; y aún tiene planeadas muchas cosas semejantes.
Por eso estoy turbado ante Él; cuando pienso en ello, me sobreviene el temor.
Dios ha aterrado mi corazón, el Omnipotente me ha conturbado” (Job, 23, 13-16). Se anticipó Job a Duns
Escoto (1266-1308), para el que, efectivamente, Dios es un ser arbitrario: no
se somete a nuestra idea del bien y del mal, sino que hace lo que quiere, su
voluntad es la ley. Sobre ese presupuesto, Escoto fundamentó su inquebrantable
fe, y con ello se convirtió en un precursor del protestantismo.
Job: un hombre de fe
Así se enfrentaba el hombre al caos de la vida antes de la aparición de la razón vital
Ese Dios arbitrario, exponente de la vida misma tal y como
se nos presenta para empezar, es lo que causa el hecho de que, como también
dice Zambrano, “Toda vida se vive en inquietud”[4].
Escoto y después los protestantes tratan de calmar esa inquietud que produce el
caos que es la vida con la fe. Lo que nos acongoja, el caos que siempre está
presto a aparecer, “es voluntad de Dios”. Job decía: “Dios me lo dio, Dios me
lo quitó”. Y así unos y otro, con su fe, calman su angustia. Bien, pues Ortega
se mostró partidario de utilizar otro método, a la postre revolucionario, para
ese mismo fin: la razón, la razón aplicada a la vida, la razón vital. El
instrumento con el que trabaja la razón son los conceptos, y de nuevo echamos
mano de Zambrano para entender el efecto que estos producen: “Una de las funciones de los conceptos es
tranquilizar al hombre que logra poseerlos. En la incertidumbre que es la vida,
los conceptos son límites en que encerramos las cosas, zonas de seguridad en la
sorpresa continua de los acontecimientos”[5]. Es, pues, la razón, la encargada de buscar
regularidades, orden, ley en los acontecimientos en medio de los cuales, para
empezar, naufragábamos; es la razón la que nos ayuda a saber a qué atenernos ante
el persistente problema que significa vivir. Es ella, con sus conceptos, la que nos
permite encontrar lo que permanece en medio de los cambios que nos aterran: “La razón se inscribe en el siempre; la
razón a solas”[6]
(Zambrano). Gracias a
ella encontramos una identidad, un ser
en nosotros y en las cosas. Y es que, según Ortega, “en español ser, viene de sedere = estar sentado”[7], en suma, significa reposar en lo
reconocible, en lo previsible, en lo sometido a ley.
Pero la razón a la
que alude Ortega no es la razón abstracta de Descartes y los racionalistas; no
es una razón tan absoluta que permita decir, como hizo Hegel, que “todo lo real es racional”. No es
un instrumento que permita estabilizarse en el “ser” de manera definitiva (no somos pensamiento, como no somos
la Idea platónica ni la forma aristotélica, ni la naturaleza estoica, ni el
alma agustiniana…). La realidad es mucho más de lo que conseguimos encerrar en
nuestra razón, que, por tanto, ha de ser una razón obligada a seguir el rastro
de nuevas parcelas de realidad que, de manera persistente, aparecen poniendo en
cuestión el mundo que creíamos haber estabilizado con nuestros conceptos. Si
habíamos creído que ya habíamos alcanzado el ser, la plena identidad, si
suponíamos que, por ejemplo, el mundo se movía de acuerdo a las eternas leyes
mecánicas que Descartes descubrió con sus cogitaciones… estábamos errados. La
razón no se puede quedar quieta, porque el mundo está siempre mostrándonos
nuevas facetas que hacen que sea insuficiente lo que habíamos creído comprender. “Nada
se sabe de modo permanente”, dice, de nuevo, Zambrano[8].
Y remacha: “Vivir es no poder reposar hasta la muerte”[9].
Ortega, en fin, sostenía que “La vida, señores, es un fluido indócil que
no se deja retener, apresar, salvar”[10].
Así que concluye: “El hombre no tiene más remedio que aprender a (…) sentirse a la par
mudable y eterno”[11].
[1] De aquella
experiencia dejó Zambrano escrito lo siguiente: “Yo llegué a México invitada por
la Casa de España, que muy pronto se llamaría Colegio de México. Era un gesto
realmente inusitado, ningún país nos quería a los refugiados españoles, sólo
México, sólo México, no me cansaría de decirlo, como una oración. Sólo México
nos abrazó, nos abrió camino […] Ya profesora de Filosofía como lo era en
España, comencé a impartir clases -el mismo día que cayó Madrid en manos de los
autollamados salvadores en la Universidad de Morelia [...]. Comencé a dar mi
clase en medio de ese silencio, en ese que tiene el indito, y lo digo con todo
cariño, en ese silencio del indito mexicano. Y cómo me escucharon, cómo me
arroparon. Su silencio fue para mí como un encaje, como una envoltura o una
mantilla de esas que les ponen a los niños que tiemblan.”
[2] María
Zambrano: “Hacia un saber sobre el alma”, pág. 91.
[3] Ortega y
Gasset: “La rebelión de las masas”, O. C., Tº 4, pág. 254.
[4] Zambrano: “Hacia un saber sobre el alma”,
pág. 84
[5] María
Zambrano: “Senderos”, pág. 87
[6]
Zambrano: “Persona y democracia”, pág. 112
[7] Ortega: “Pasado
y porvenir para el hombre actual”, O. C., Tº 9, pág. 641
[8] Zambrano:
“Notas de un método”, pág. 16
[9] María
Zambrano: “Persona y democracia”, pág. 149
[10] Ortega:
“El Espectador”, Tº VI, O. C., Tº 2, pág. 519
[11] Ortega
y Gasset: “El Espectador”, Tº VIII, O. C., Tº 2, pág. 728
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COMENTARIO DE DAVID GUSTAVO RODRÍGUEZ CISNEROS
El hombre siempre
busca seguridad en lo inmutable, el cambio le produce miedo. Toda filosofía que
se fundamente en la inmutabilidad del cambio, irremediablemente terminará por
ser abandonada, no es fácil plantar los cimientos del castillo filosófico en
arenas movedizas, es más fácil hacerlo en terreno firme, de preferencia roca,
para que la construcción cuente con la firmeza necesaria para alcanzar la
eternidad.
Lástima que todas y
cada una de esas rocas con el tiempo se descubre que eran terrones, se
desmoronan y el castillo se derrumba.
Todo cambia, nada es
inmutable, lo único que permanece constante es el cambio, tanto en la
naturaleza como en la mente del hombre: el río que vi hoy no lo volveré a ver
jamás en mi vida, puesto que aunque mañana parezca exactamente el mismo, el
agua que corre es otra y no la misma de hoy.
Tampoco puedo pensar
exactamente igual hoy que ayer, puesto que yo soy un ser complejo y mutable,
cada evento del medio que me rodea, mis circunstancias, que tengo que percibir,
comprender y reaccionar, me modifica.
Cada reacción implica
una decisión, porque es imposible negar los instintos primigenios, entonces
debemos de asumir que el aceptarlos o reprimirlos es un acto de plena y
consciente voluntad.
Cada decisión se
integra a quien yo soy, me conforma y por ende me modifica. Lo único inmutable
es mi capacidad de cambiar, con mi voluntad o contra mi voluntad.
Si el cambio es lo
único inmutable, la voluntad humana, aunque variable en su forma e intensidad
en cada individuo, también es una constante. La piedra fundamental de mi
castillo, en consecuencia es la voluntad, intencionalidad su usted prefiere, en
ella encuentro la explicación de la razón y conciencia humana. Saludos.
Maravilloso el mundo de la filosofía
ResponderEliminarYo también estoy convencido de ello Jeyari. Lástima que sean malos tiempos para la lírica... y también para la filosofía, y que se la considere un saber superfluo y prescindible. Saludos.
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